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Las playas

Columnistas elespectador.com

07 de octubre de 2009 - 09:41 p. m.

Recuerdo que hace unos años me preguntó un amigo brasileño, que asistía a uno de nuestros seminarios, si aquí en Cartagena pasaba lo mismo que en Río de Janeiro.

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Ciudad en la que, según él, no había muchos parques ni otros sitios de recreo por la sencilla razón de que a los cariocas lo que les gustaba hacer en los días festivos era irse para las playas. Ir a la playa, me decía mi amigo, es la principal distracción de los habitantes de esa bellísima ciudad.

No estoy seguro de que en Cartagena sea así hoy. Lo era con seguridad hace 30 años, antes de que la ciudad creciera en la forma desproporcionada en que ha crecido y cuando todavía todos o casi todos vivíamos muy cerca del mar. Ahora, estoy seguro, hay muchas personas, más de las que podemos imaginar, que viviendo en sus barrios de miseria no tienen cómo pasar un día de diversión en las playas.

Domingo a domingo observo, sin embargo, cómo miles de cartageneros acuden a bañarse al mar. A Bocagrande, El Cabrero, Marbella y Crespo llegan, en un viejo rito democrático, ciudadanos de todas las clases sociales. Familias enteras que caminan por las playas, juegan al fútbol y se bañan en el mar, y que por razones de su precaria economía traen preparada la comida, dispuestas como están a quedarse hasta la caída del sol.

En realidad, no es difícil darse cuenta de que para la mayoría de ellos la playa es ya la única diversión sana que les queda. Es la única a la que todavía pueden acceder sin pagar, porque las playas siguen siendo el único bien público asociado a la vieja ciudad que les pertenece.

Todos sabemos lo que pasó cuando las plazas del Centro se entregaron en concesión. Nunca más un cartagenero pobre —ni siquiera de clase media— se ha vuelto a sentar en ellas. No es que esté prohibido hacerlo, por supuesto. Es que vale tanto dinero tomarse una Coca Cola allí, que sobra que lo prohíban.

Y no tengo la menor duda de que lo mismo pasará con las playas que entreguen en concesión. Dígase lo que se diga, el resultado final es que las gentes humildes de Cartagena, y de Colombia toda, no podrán disfrutar más de ellas. Ejemplos sobran: Ha pasado igual en todos los países del Caribe en los que se han entregado las playas a los particulares. En Jamaica y en Barbados, por ejemplo.

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El argumento principal de quienes defienden su manejo privado es que el Estado no es capaz de administrarlas bien. Argumento que no comparto. En primer lugar, porque en otros lugares siguen siendo públicas y funcionan maravillosamente. El mejor ejemplo es precisamente Río de Janeiro.

En segundo lugar, porque la Constitución Nacional establece que son bienes públicos y es obligación del Estado velar por ellos.

Ahora bien, me pregunto: Si la Alcaldesa que eligieron los sectores populares de la ciudad para que transformara sus condiciones de vida y las mejorara no puede ni siquiera administrar bien unas playas, ¿qué se espera entonces de cosas más importantes? Fatal sería mandar ese mensaje de absoluta inoperancia.

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 Alfonso Múnera. Historiador, profesor de la Universidad de Cartagena.

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