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Se ha generalizado el uso del término la ‘sociedad del conocimiento’ y se identifica la generación de éste con el nuevo soporte para el desarrollo económico de las naciones.
Tenemos un ejemplo cercano: el año anterior se aprobó la Ley de Ciencia, Tecnología e Innovación, que desde su propuesta nació con la motivación de establecer un nuevo modelo productivo para el país, enfocado en la generación y uso del conocimiento. Esta ley resalta la necesidad de incentivar la apropiación social del conocimiento, el emprendimiento y la competitividad en el país. Son propósitos destacables y es deseable su implementación real.
Los procesos de investigación científica pueden efectivamente concluir en la aplicación del conocimiento, que contribuye de esa manera a la solución de problemas reales y apremiantes de la sociedad y hacen notable sus impactos en ella.
La investigación científica, sin embargo, no persigue fines exclusivamente pragmáticos. Los orígenes de la investigación se remontan a la actitud curiosa y crítica que busca explicaciones, como el intento de aclaración del origen divino o natural de un relámpago y un trueno, por ejemplo. Este valor de origen crítico y explicativo es central para la ciencia, así como su valor aplicado lo es para la solución de nuestros problemas sociales.
Las universidades cumplen de esa manera un papel central de cara a los nuevos retos de la ciencia, la tecnología y la educación. Las universidades son las instituciones que preservan y transmiten los valores educativos, especialmente la actitud crítica hacia la búsqueda del conocimiento.
Por otra parte, la aplicación de la investigación les permite a las universidades incidir directamente en la solución de problemas sociales, económicos, industriales y ambientales apremiantes. ¿Debe, entonces, toda investigación científica perseguir fines aplicados?
El valor fundamental de la investigación permanece en la actitud crítica y la discusión civilizada. Es necesario que lo tengamos presente para evitar la extinción en nuestro medio de filósofos, historiadores, músicos, pintores, escultores y químicos, físicos y biólogos (puros), entre otros, que han llegado al fascinante mundo de la ciencia y las artes con motivaciones diferentes a las tecnológicas. Esta concesión no impide en ningún momento que podamos seguir adelante con los programas de la ciencia aplicada y su valioso aporte a la solución de los problemas que nos acosan. Es un delicado equilibrio que deberemos aprender a conservar en este medio que evoluciona velozmente.
Alexánder Gómez Mejía. Bogotá.
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