Cumplidos cincuenta años de inauguración el 10 de diciembre de 2009, se va un edificio que será demolido sin que alguien competente advirtiera algo tan obvio como que la conservación de una arquitectura no está ligada a su uso.
La equivocación comienza por no entender que lo que hoy funciona como terminal aérea es, con independencia de su uso, una forma con un valor simbólico. La responsabilidad por este foul cultural recae en primer lugar sobre la Sociedad Colombiana de Arquitectos, en segundo lugar sobre el Instituto Distrital de Patrimonio Cultural y el Ministerio de Cultura. De ahí en adelante, sobre quienes se den por aludidos al haberse hecho cómplices del hecho guardando silencio o diciendo mentiras.
Una responsabilidad menor la tendría la acrítica posición de la prensa nacional, que se limitó a cubrir el tema como un asunto contractual y de negocios. Otra recaería sobre la igualmente acrítica posición de las publicaciones culturales y las facultades de arquitectura que pasaron en blanco ante la posibilidad de tratar el tema del patrimonio arquitectónico como un asunto cultural y educativo. Si bien se trata de una arquitectura y una época difíciles de entender, el esclarecimiento y la problematización de estas dificultades son, o deberían ser, parte de su labor como agentes formadores de opinión.
Sin que les pueda caber alguna responsabilidad, es destacable el hecho de que personas como Saldías, Robledo, Osorio y Jaramillo, en medio de su interés por los asuntos urbanísticos e históricos, no mostraron ningún interés por el edificio. Posiblemente no les parece “gran cosa”, lo cual no dista mucho de lo que pasa entre arquitectos y público en general. No obstante, para casi todas estas personas, el edificio, valga o no valga, no es de su competencia profesional inmediata.
En cambio, para la SCA, el IDPC y el Ministerio de Cultura sí lo era. Y lo sigue siendo, a pesar de la necia insistencia en una ciegosordomudez que ahora cuenta con la excusa del otrosí recientemente firmado. Se imaginarán que mediante este acto concreto ya pueden lavarse definitivamente las manos y declarar que ahora sí, ¡por fin!, no hay nada que hacer.
Si “hacer” consistiera en poner una demanda, solicitar una declaración extemporánea o lograr que el Gobierno y Odinsa cambien de opinión, en efecto, no hay nada que hacer y tal vez nunca lo hubo. Pero “hacer” en este caso concreto se limitaba, y todavía se limita, a emitir unos juicios estético-culturales que le permitieran, y permitan, a la opinión pública saber qué es lo que piensan sus representantes y los supuestos expertos sobre este edificio concreto. La gran cosa y tal vez la única que todavía les queda por hacer es hablar con claridad.
Juan Luis Rodríguez. Bogotá.
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