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Por estos días una universidad pontificia y su facultad de medicina soportan un escándalo en cuanto al modo de relación y trato a sus estudiantes. Lo ocurrido es un síntoma, y aunque los reflectores se dirigen al claustro universitario, debieran enfocar el malestar generalizado cuando se subvalora a las personas, no solo en una institución, sino en los grupos de trabajo, juntas de vecinos, en la sociedad y en la cultura.
A la autoridad se le debe respetar, mas no odiar. Por ello hay que resignificar las “relaciones de poder” en cuanto a los límites que entrañan. Es un imperativo humano reconocer y mantener la condición de buen trato, basados en la dignidad (merecimiento). Dice un texto sagrado: “cuando la sal (fig. la gente) se corrompe, pierde su sabor y ya no servirá para nada, sino para ser arrojada a la calle”. La metáfora es suficiente en el entendido que lo último que se espera es que la persona no les dé dignidad a las otras personas. La dignidad y el respeto se confieren de superior a inferior y de inferior a superior, en forma de alumno, profesor, vecino, notable o ciudadano de a pie.
En Colombia hay amplia incidencia de la iglesia católica en cuanto a la formación básica y universitaria como extensión y proyección de la palabra de Dios que es amor. Precisamente, como Dios es amoroso, tiene formas amorosas y el intento de ser “semejantes” a Él conllevaría ser amorosos, formar y cuidar con amor. Para agregar a este hecho de contrariedad ocurrido en Bogotá, considérese el no menor adjetivo de que la medicina es la profesión del amor, dado que alivia y mejora el existir, da bienestar y propende por la vida. De cualquier oficio se esperaría un desmán, menos de ese, aunque todo oficio con amor es más contributivo. La lección aprendida de esta coyuntura, más allá del estupor y conmoción social, debe incluir la reflexión sobre cómo tratamos al otro, que además en términos del personalismo -corriente filosófica que pone el énfasis en la persona-, es otro como yo y merece consideración. El reconocimiento de la alteridad es la máxima de la teosofía.
El reciente documento de la santa sede “dignitas infinita” sobre la dignidad, promulgado en 2024 y que deriva de la encíclica papal “Fratelli tutti”, refiere específicamente a la dignidad humana en estos términos: “Una dignidad infinita, que se fundamenta inalienablemente en su propio ser, le corresponde a cada persona humana, más allá de toda circunstancia y en cualquier estado o situación en que se encuentre”. De tal modo que el precepto por la dignidad es sumamente claro y primordial dentro de la institución católica, insistiendo en cuanto a que la dignidad es solícita y recíproca en cualquier modo de relación. Confiemos en lo correctivo de puertas para adentro, pero sin perder de vista el despertador de este suceso en el día a día, de puertas para afuera, “luz en la casa y en la calle”.
Haber sido formado en dos prestigiosas universidades pontificias me dan el conocimiento de causa y la oportunidad de comentar cuidadosamente que lo ocurrido en la Javeriana no puede condenar a la universidad, ello sería una mirada mezquina de una problemática mayor y frecuente en la cultura y el relacionamiento, la de “ningunear” (perdonen la coloquialidad), una forma de aniquilar y anular personas. Un hecho puntual no puede satanizar a toda una institución, la mirada debe incluir un malestar general que tiene que ver con la indiferencia hacia el otro y que no se circunscribe a la formación católica, sino más bien a la cultura ligera e inmediatista que ha perdido de vista la dignidad propia y la del otro.
No es solo quedarnos en la crisis institucional; lo que verdaderamente hay es una crisis de la persona. No nos distraigamos en la discusión del infortunado y desagradable suceso que seguramente está por aclararse y repararse. Más bien, elevemos la mirada a revisar el modo de relacionarnos en familia, empresa y sociedad. La indiferencia, el maltrato y el menosprecio del otro es una forma letal y maquillada de violencia, lamentablemente muy común por la época.
Si los hombres somos sal para el mundo, no dejemos que esta sal se corrompa; empecemos por el clima de relacionamiento de la casa, de modo que, si uno de los nuestros es sometido a maltrato en su escenario laboral o académico, note la diferencia y se le salte el corrector de la dignidad. Recordemos: el ser humano, entre otras cosas, vive para ser reconocido (no adulación). Reconocer al otro empieza con lo sencillo, como saludar y sonreír. Si reconozco, no puedo maltratar ni dañar porque los amorosos no dañan.