A más de setenta años de los golpes de Estado perpetrados por Ospina Pérez en 1949 y por Rojas Pinilla en 1953, recoge el hilo Álvaro Leyva para intentar el suyo enderezado a derrocar al primer presidente de izquierda en Colombia. Audios publicados por el diario El País de España revelan la intentona del excanciller, que habría buscado apoyo en el gobierno estadounidense, en la vicepresidenta Márquez, en empresarios, en el ELN y el Clan del Golfo. El hecho parecía sellar una conspiración contra el primer mandatario iniciada con la difusión de tres cartas que lo señalaban de drogadicto. Vileza de bajos fondos, un atentado personal que deshonraba más al agresor que a la víctima.
“Hay un golpe de Estado en marcha —dirá el presidente—, Leyva no es un lunático hablando solo”. Sí, acaso estos arranques interpreten el sueño húmedo del extremismo reaccionario que permea círculos selectos de la oposición. Pero también el propio sueño de Gustavo Petro de encubrir el legado de un Gobierno desvalido con el manto épico de víctima de la infamia. El primer mandatario denuncia a Leyva ante la Fiscalía por conspiración para delinquir con fines de sedición, traición a la patria (por haber acudido a un gobierno extranjero para romper el orden constitucional) y calumnia agravada.
Tal vez quiso Leyva revivir el golpismo apadrinado por el imperio que proliferó en el subcontinente y del que Colombia, mal que bien, se había librado. Pero falló el intento con el secretario de Estado, Marco Rubio, y con figuras del Congreso de ese país. Lo que no le impidió al presidente precipitarse a dar por hecho la conjura y, aunque moderara después el tono, terminara por poner al país en la antesala de ruptura de relaciones con Estados Unidos: Petro y Trump llamaron a consultas a sus embajadores. Mientras el Gobierno lidia con el peor escollo diplomático en 200 años de relaciones con esa potencia, Marta Lucía Ramírez se postra de hinojos ante ella y descalifica al presidente de su país: que la actitud de Gustavo Petro “no representa el sentir de los colombianos”, escribe en misiva a Marco Rubio, cuando Trump, el perdonavidas, caza motivos para acorralar a este “paisito del Sur”.
Aunque otros, de su propia entraña, habían ya enseñado a sus hijos y a sus nietos cómo hacer invivible una república: exacerbando el gusanillo de conspiraciones y violencias mediante la acción intrépida y el atentado personal para abrir puertas a regímenes de fuerza. El 8 de septiembre de 1949, un congresista conservador mata de un balazo en el Capitolio al representante liberal Gustavo Jiménez. Un mes después, ingresa la Policía al recinto, desaloja a los parlamentarios, el Gobierno declara el estado de sitio en todo el territorio y clausura el Congreso. Se ha ejecutado un golpe de Estado.
A poco, asume Laureano Gómez. Viene él de proponer la instauración de un Estado autoritario, católico y corporativista, copia del impuesto en Portugal por Oliveira Salazar. Lo acolita desde el gabinete Jorge Leyva Urdaneta, padre de nuestro excanciller. En 1953 asume, por golpe apoyado en las élites de los partidos, en el empresariado y en la Iglesia, el general Rojas pinilla. Dos golpes de Estado en el suspiro histórico de cuatro años.
Hasta el día de hoy, cuando un vástago de aquel extremismo quiso reeditar el golpe de mano pero se topó con una democracia afirmada en instituciones capaces de neutralizar la amenaza. Como sortearon la del ministro de Justicia de este Gobierno que, contra la institucionalidad, quiso convocar una consulta popular que, en palabras de Humberto de la Calle, hubiera configurado golpe de Estado. Y golpe de Estado hubiera también si prosperara la inconstitucional convocatoria de una constituyente por el partido de Gustavo Petro. Si en la derecha dura llueve, entre vociferantes del petrismo místico no escampa.