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Trump, Milei, Bukele (héroes de nuestra derecha), Ortega y Maduro (reedición de las viejas satrapías latinoamericanas) ejercen abiertamente de autócratas. Se han despojado de la máscara que en las últimas décadas pintó de rosadito la ruda dictadura que se gestaba y crecía aparentando sumisión a la democracia liberal. Otros, como Petro, parecen suscribir todavía el modelo revaluado, si bien con sus lances contra el Estado de derecho pedirían pista en el club de los cruzados que prevalecen por golpe de mano contra congresos, cortes, opositores y prensa libre. Prueba al canto, la lucha denodada de Petro contra la resurrección y discusión en el Senado de su propia reforma laboral, pues esta invalidaba la campaña electoral montada en una consulta popular inconstitucional que prometía buena cauda para reelegir a su partido en 2026. Es victoria pírrica del presidente. Hija suya, Petro negó no obstante la reforma durante el proceso legislativo y sólo le reconoció el apellido a la hora de nona, cuando era ya un hecho cumplido.
Su prioridad era la consulta, con decretazo que rompía el orden institucional y potenciaba su fantasía de encarnar al pueblo irredento. Pero debió renunciar a la consulta, no sin retomar al punto el camino hacia la cofradía de cruzados que batallan heroicos contra el enemigo: contra el comunismo, contra el inmigrante, contra el delincuente de barrio o su parecido, contra la oligarquía esclavista, contra guerrilleros vestidos de civil. Para dar la talla, reemplaza Petro la consulta por iniciativa igualmente eficaz como herramienta electoral e idéntica como abuso de poder: impondrá, por encima del Congreso, papeleta de convocatoria a una constituyente que le “haga cirugía” a la Carta del 91 y agudice el choque entre poderes públicos. Y nombra jefe de gabinete a un pastor que exige cerrar el Congreso, insta a reelegir a Petro, a clausurar prensa independiente y convocar a la brava una constituyente.
La deriva autocrática de esta cofradía procede por concentración del poder en el autoerigido caudillo, por guerra contra las instituciones democráticas y por exclusión política. Sus miembros usan y abusan del poder Ejecutivo: trazan políticas a espaldas del Congreso, al que quisieran clausurar, y usurpan funciones de las Cortes, al punto de crear verdaderas crisis institucionales. Pese a la democracia representativa en sus repúblicas, fungen como encarnación divina de la voluntad popular, del constituyente primario. Usan los recursos públicos en favor de su partido y buscan reelegirse violentando la constitución. Dijo esta semana el expresidente Obama que Estados Unidos arriesga caer en la autocracia a fuerza de erosionar el Estado de derecho, la independencia de la justicia, la libertad de prensa y el derecho a la protesta.
Si no en todos, en muchos de tales procederes ha incurrido este Gobierno. Un inventario a mano alzada de dichos y actos del presidente dirá que este flirtea con el autoritarismo. Con la democracia del aplauso, que pone sordina a la rendición de cuentas y al balance final de un mandato desolador en gestión de gobierno. De un mandatario que quiso boicotear en su momento decisivo una conquista estelar, la reforma laboral. Acaso porque el mérito reposaba en el laborioso, paciente proceso de negociación con empresarios, trabajadores y partidos que había adelantado la exministra Gloria Inés Ramírez; en la inteligente coordinación del último debate parlamentario por Angélica Lozano, en el sentido de responsabilidad del Senado, que se allanó al proyecto.
Al presidente le obsesiona la soberanía popular trocada en delegación ciega del poder constituyente al caudillo. “Yo soy el pueblo”, ha dicho, como lo cantan Trump y Milei y Maduro. Pero Petro dilapidó aquel poder en el incumplimiento del cambio prometido.
