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La ilusión de los trabajadores que votaron por Trump será efímera. Se avizora ya embestida contra la democracia por los “barones ladrones” del bronco capitalismo norteamericano de hace un siglo, sueño dorado de la Great America que reencarna en el potentado Elon Musk. Una oligarquía de empresarios y usureros que apuntaló el despegue industrial de ese país en el crecimiento colosal de su fortuna, amasada en el hambre y el agotamiento de miles y miles de inmigrantes, de negros y de blancos pobres. No se contentarán Trump en la Presidencia y Musk en el poder con exprimir hasta la última gota de las ventajas que el neoliberalismo ofrece. Van por todo: por el viejo capitalismo también, inoculado sin anestesia y debidamente atornillado a un régimen de fuerza.
Si sus excesos gestaron la Gran Depresión de los años 30, los de la oligarquía neoliberal cocinaron la crisis financiera de 2008. Franklin D. Roosevelt encaró la primera con intervencionismo de un Estado empresario, redistributivo y con planificación concertada para cifrar el progreso en empleo bien remunerado. Trump-Musk enfrentan la crisis del neoliberalismo —provocada a dos manos por republicanos y demócratas— mas no para disolver las desigualdades creadas por la orgía de libertades económicas sin control. Será para imponer el gobierno totalitario de la plutocracia, sin máscaras ni remordimientos por el prestigio vuelto añicos de la que fuera primera democracia del mundo. Trump construyó su victoria sobre el desastre social que el neoliberalismo produjo, pero gobernará extremándolo. Su evocación de las glorias del pasado ignora la democracia que deslumbró a Tocqueville, para quedarse con la fuerza bruta de la riqueza acaparada.
Con Trump colapsa la mascarada que encubría a la clase dirigente de Estados Unidos y su falsa adscripción a la democracia. Pero él es a un tiempo coautor y producto de la impostura que se resuelve en desindustrialización, desregulación, monopolio de grandes corporaciones, guerras, desigualdad social y, sobre todo, en un sentimiento de traición en las clases trabajadoras que se vuelven contra las élites y contra las instituciones que aquellas trocaron en instrumento de su poder. Y chilla el contraste de su vociferación contra el establishment con las líneas de su gobierno: exención de impuestos para los multimillonarios, expulsión masiva de latinoamericanos cuyo trabajo ha enriquecido a ese país, desmonte del seguro médico, elevación de aranceles (con perjuicio del empleo y de los consumidores domésticos), violencia contra sus opositores y renacimiento de la política imperial.
Ay, la desigualdad: hace 60 años, un empresario de ese país ganaba 20 veces lo que pagaba en salario promedio; hoy gana 220 veces más. Peor que el neoliberalismo será un modelo de capitalismo sólo para los poderosos. Un desastre. Desastre cimentado en la violencia y en la arbitrariedad del poder concentrado en la persona del egócrata que se proyecta como dictador mientras su copresidente, Musk, insulta al gobernante laborista de Inglaterra, apoya al partido neonazi alemán AFD y a su correlato italiano, la señora Meloni. Autorizado se sentirá por el propio Trump, en cuya historia figura como asesor suyo el abogado Roy Cohn, el mismo que lo hubiera sido de McCarthy, el siniestro perseguidor de opositores que en los 50 se le antojaban comunistas o “liberales”.
El neoliberalismo, discípulo del capitalismo hirsuto que prevaleció en Estados Unidos hace más de un siglo y hoy resucita en la dupla Trump-Musk, destruye las regulaciones del Estado de derecho y convierte la democracia en un leviatán corporativo. Una plutocracia sin hígados asciende al poder para formular un régimen autocrático, dirá Augusto Trujillo: el de los potentados, que privilegia el derecho de la fuerza sobre la fuerza del derecho.
