Sí, la iniciativa de convocar una constituyente, parienta de la consulta popular, responde al espíritu social y participativo de la Carta del 91. Pero el procedimiento propuesto para citarla violenta el orden institucional porque suplanta al Congreso y a la Corte. Además, vehículo de un interés parcial, no del conjunto social, fractura el Estado de derecho. Así concebida, sería un golpe de Estado que apunte a un autoritarismo caudillista, dirá Humberto de la Calle. Apadrinada en exclusiva por un partido –como señala Antonio Navarro– y destinada a una franja exclusiva de la ciudadanía (los “desarraigados”) ignora al cuerpo social en pleno, prerrequisito de cualquier constitución democrática.
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La agenda electorera presentada como faro y meca de la patria que subyace a esta campaña del Pacto Histórico degrada el magno propósito de una constituyente: la reconfiguración del pacto social. Recuerda la jurisconsulta Marcela Anzola que esta apunta a fundar un nuevo consenso nacional sobre los fines del Estado, la organización del poder y los derechos fundamentales. Rompe con el pasado y construye un nuevo relato de nación. Ni más ni menos. Pero, agrega, también podría usarse la constituyente para concentrar el poder, quebrantar las garantías constitucionales o legitimar proyectos personalistas. Fuerzas antidemocráticas podrán cooptarla e imponer un autoritarismo disfrazado de participación directa.
La idea se ha generalizado: el cambio en Colombia no requiere una nueva constitución, pues ya la vigente postula el Estado social de derecho. Y puede vencerse el boicot de intereses particulares a los derechos consagrados en salud, vivienda, educación, servicios públicos domiciliarios, autonomía territorial y paz. Así lo prueban las reformas logradas en este Gobierno: la laboral, la pensional en trámite final, la estatutaria de jurisdicción agraria. Bloqueo a la agenda de cambio, que es excusa de la campaña constituyente, no hay. Si la violencia se extiende como el fuego contra la población de vastos territorios será por el descalabro de la Paz Total y porque tampoco este Gobierno implementó el acuerdo de paz suscrito con las Farc e incorporado a la Constitución. Los logros en PDET (Planes de Desarrollo con Enfoque Territorial) descorazonan.
Un prolijo articulado sobre derechos políticos y sociales coloca nuestra Carta a la vanguardia entre sus pares de América Latina. “Los servicios públicos, reza el artículo 365, son inherentes a la finalidad social del Estado. Es deber (suyo) asegurar su prestación eficiente a todos los habitantes… (ellos) podrán ser prestados por el Estado, por comunidades organizadas o por particulares”. En todo caso, el Estado los regulará, controlará y vigilará. En particular la atención en salud corre por cuenta del Estado: a él corresponde organizar estos servicios, dirigirlos, reglamentarlos y trazar las políticas que rijan la prestación de salud por entidades privadas. Bien haría la oposición en revisar la Carta del 91. Comprobará que la reforma a la salud en trámite nada tiene de chavismo y sí mucho del hálito socialdemócrata que aletea en el texto constitucional. En sus pilares de justicia social y democracia política.
Ojalá no los aborte este Gobierno en campaña constituyente, un cañazo para reelegir a su partido, tan ambiguo en su manipulación de la soberanía popular, tan callado cuando de autocracia se trata. Aleccionadores los dos intentos de asamblea constituyente en el Chile de Boric: fracasó el primero porque fue propuesta excluyente de la derecha; y el segundo, por serlo de la izquierda. Concluye Marcela Anzola: “Más que refundar el orden jurídico, Colombia necesita reafirmar su compromiso con el Estado social de derecho que ya consagra su actual constitución”. La opción que Petro ofrece deriva en golpe de Estado.