Juan XXIII es la fuerza de los hechos; Francisco, la ilusión del discurso. Aquel, el hombre que sacudió a la Iglesia porque abrazó al rebaño ignorado. Del argentino se dirá que fue el revolucionario sin revolución. De estirpe liberal y evangélica, el italiano venido de una aldea ignota entronizó la Teología de la Liberación con su opción social por los pobres. Para el mentor del Concilio Vaticano en los sesenta, la pobreza es pecado: sin justicia social no hay evangelio posible. Miles de religiosos y sacerdotes se vuelcan sobre las comunidades de base y reverdece la figura de Jesús. Se extiende la nueva-vieja divisa de liberación social por toda la América Latina. Francisco coopta —moderándolo— el lenguaje de esta doctrina social, pero sus prioridades son otras. Se propone reordenar el poder en una Iglesia que periclita tras 40 años de oscurantismo, despotismo y corrupción. Que en esto se tradujo la feroz reacción de la derecha pontificia contra la Teología de la Liberación.
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Francisco se propuso menos abogar por los pobres que reformar el poder de la Curia Romana, interpelar los nuevos movimientos sociales —ecologismo, feminismo, pacifismo, diversidad de género, derecho de migrantes— y trazar pautas modernas de moral sexual. Pero casi todas sus reformas se paralizaron en el enunciado, no adquirieron cuerpo. Verbo intrépido el de este papa, reducido con frecuencia a gesto, a pizca, a retractación coloreada de simpatía y carisma. Se muestra tolerante con la homosexualidad, pero niega el matrimonio igualitario y termina por renegar de “tanta mariconería” como se ve en los seminarios. Su apuesta de empoderar a las mujeres en la jerarquía de la Curia se resuelve en nombramiento de dos o tres religiosas en posiciones de mando, como el de Simona Bambrilla en la Prefectura del Vaticano, mas escoltada por la recia autoridad de un cardenal. No concede Francisco el sacerdocio femenino. Y, ante la plétora de denuncias de monjas abusadas por curas, calla: no reclama a derechas investigación, juicio y condena.
La catedralicia corrupción en las finanzas de la Curia Romana y en el Banco Vaticano, viejo compinche de la mafia italiana (que David Yallop denunciara) resulta apenas arañada. Tampoco obliga a la Iglesia a pagar impuestos en bien de los pobres. La lucha contra la pederastia es exigua, pues no toca al aparato de obispos incursos en el crimen, por acción o por omisión. Si en todo ello le falta contundencia, en los vetos es terminante: ni aborto, ni eutanasia y celibato obligatorio. Pero en su empeño de descentralizar el poder de la Iglesia logra el nombramiento de cientos de obispos jóvenes, de la entraña del pueblo, en todas las latitudes. Y el diálogo con otras religiones es logro sin precedentes en la modernidad católica.
En su compromiso con los pobres, tomó distancia Francisco de la corriente revolucionaria que, si minoritaria y episódica, había medrado en la Teología de la Liberación. Corriente que a la derecha ultramontana le sirvió de excusa para revertir el cambio que Juan XXIII había ofrecido a la masa de desposeídos; masa que, ciertamente, no ingresó a las guerrillas en embrión de aquella época. En cabeza de Juan Pablo II, impuso la derecha vaticana la “restauración” de la Iglesia para sumirla en el oscurantismo y en la corrupción. Contra el callado sacrificio de miles de sacerdotes afectos a la doctrina de Jesús, emergió de sus cenizas el medievalismo inmóvil y se montó un aparato de poder totalitario, se escribía en este espacio.
Recibió Francisco una Iglesia en crisis de legitimidad, la grey en estampida hacia otros lares o en la orfandad del desencanto. No bastó su palabra seductora para cambiar una institución obsoleta, machista y tiránica. Terminó este papa prisionero de su propio sino: alebrestó al conservadurismo y defraudó al reformismo.