Efecto inesperado de las reformas que con errores y aciertos persigue este Gobierno: ellas desnudan el divorcio entre nuestra dirigencia política y empresarial con los anhelos del pueblo, la irrelevancia de sus partidos, su impúdica indiferencia ante inequidades que avergüenzan, como que 19,2 millones de colombianos sufren insuficiencia alimentaria. Y el establecimiento pareció descolocarse sin menearle siquiera el estandarte de la revolución: bastó con señalar que medio millón de ancianos no debían padecer frío y hambre en las calles, ni los trabajadores renunciar a sus horas extra ni tolerar más la malversación de fondos de la salud. Entonces los poderes tradicionales patalearon, pero empezaron a comprender que a su plácido navegar, sin desafío a la vista, le salían nubarrones.
Gánale la carrera a la desinformación NO TE QUEDES CON LAS GANAS DE LEER ESTE ARTÍCULO
¿Ya tienes una cuenta? Inicia sesión para continuar
Juan Lozano tiene el valor civil de cantarle tres verdades a la oposición, su propia casa. Descalifica ella toda iniciativa de reforma, escribe, pero no propone alternativa; le concede a Petro toda la conexión emocional con sus beneficiarios. Por andar tras los votos del estrato seis y de los dirigentes gremiales, abandonó la lucha “por el corazón, la razón y el voto” de la base popular. Si no construye un programa, añade, si no enarbola unas ideas, si no encarna una causa con arraigo entre los colombianos, el petrismo vuelve a ganar. El camino no puede ser insultarlo, ni la promesa volver al pasado.
Pero ¿cómo hacerlo, de buenas a primeras? Con qué suerte de partidos, se pregunta uno, acometerá la oposición semejante empresa. Con cuáles organizaciones sociales, con qué patrimonio ideológico dará entidad política y ética al programa que proponga para encarar los problemas de las mayorías. ¿Pensará, acaso, reconquistar pueblo con el credo neoliberal de su élite? ¿Con la corrupción, que hegemoniza con creces? ¿Con la caverna atrabiliaria de Trump, Milei y Bukele, héroes de nuestra más oscura dirigencia?
Es que en Colombia —todos lo han dicho— desaparecieron los partidos. 30 siglas rimbombantes alrededor de alguna insignificancia que pasa por líder, sin programa, sin ideas, sin cauda organizada construyen la ficción de un sistema de partidos. Y estos empezaron a desaparecer —todos lo han dicho— desde cuando el Frente Nacional borró fronteras entre ellos y satanizó toda alternativa diferente. Otro golpe letal daría la campaña antipartidos (por “corruptos, clientelistas”) de los constituyentes del 91 y sus loas a la sociedad atomizada, y su alternativa de democracia participativa que degeneró en democracia plebiscitaria, instrumento consagrado del caudillismo populista reacio al Estado de derecho, cuyos mentores sin rival han sido Uribe y Petro: con el referendo de 2003 convertido en plebiscito de apoyo a su persona y sus consejos comunales el primero; con su turbamulta y sus arrebatos el segundo.
También la privatización del Estado conspiró contra la integridad de los partidos. Se entregaron funciones oficiales a mercaderes voraces y los políticos pagaron con puestos y contratos públicos al financiador de sus campañas. Escribe Yesid Arteta que ahora está Colombia en manos de una mafia de contratistas que han acumulado grandes fortunas, tienen sometido al Estado mediante leyes hechas a su medida y son el freno a las reformas.
Reto histórico: crear partidos capaces de representar a los colombianos.
No hace mucho me preguntaba en este espacio si llegaría a surgir en Colombia una oposición creadora, con contrapropuestas para encarar los problemas del país, capaz de erigirse en opción de poder. ¿Lo lograría la alianza en ciernes de liberales, la U, conservadores y Nuevo Liberalismo? ¿Daría esta la talla política que Juan Lozano añora? ¿O si pudiera, en cambio, depurarse otra alternativa política desde la economía mixta, Estado-empresa privada, y puesta la mira en un proyecto de nación?
