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A sesenta años de recorrido, más fértil en crueldades que en aciertos, se consagra el ELN como fenómeno protuberante de irrelevancia histórica. Lejos de renunciar al secuestro y allanarse a la meta de deponer las armas que la paz demanda, se ratifica esa guerrilla en su principio de origen y sella una declaración con el desafiante “¡ni un paso atrás, liberación o muerte!”. En agudo, sugerente ensayo titulado La revuelta postneoliberal, el horizonte intelectual de la nueva izquierda progresista, señala Iván Garzón que con la caída del socialismo real en 1989 las propuestas de revolución armada periclitaron: anacronismo que, de toda Iberoamérica, solo subsiste en Colombia con el ELN, el EMC y la Segunda Marquetalia.
Esa revolución -escribe- quedó en el pasado como figura retórica, como metáfora al uso de panfletos. Mientras rompe el progresismo con la mitología del fusil, los nuevos movimientos contra el capitalismo son antiautoritarios, igualitarios. El proyecto intelectual de la izquierda progresista busca hoy, de un lado, limar desigualdades y darle al Estado un rol activo frente al mercado: es la revuelta antineoliberal, de reformismo socialista y democrático, ecológica, mestiza y feminista. Y, del otro, el fin de las utopías del siglo XX trajo una convicción rotunda: cualquier nuevo mundo imaginado no será ya alumbrado con una revolución violenta. Desde estos dos flancos enfrenta la izquierda el duro trance de reinventarse y darse una teoría unificadora.
El siglo XX concluyó con el desplazamiento del Estado de bienestar por el neoliberalismo, y el proceso de igualación económica que había despuntado en la posguerra se revirtió abruptamente. Este capitalismo agresivo, de avanzada financiera, es el nuevo paradigma. Tan desafiantes sus excesos –diría uno– que la nueva izquierda, liberada de la fantasía insurreccional, echa mano en su perplejidad de la divisa socialdemócrata, que tiene en nuestros países su historia como Estado promotor del desarrollo, primeros intentos redistributivos y hoy ampliado al abigarrado cuadro del movimiento social. Fresco de industrialización precaria o frustrada, donde la tensión burguesía-clase trabajadora y su revolución proletaria apenas se insinúa. Otro símbolo prestado a nuestra vieja izquierda, diluido en sueños.
Señala nuestro autor que el capitalismo mutó de modelo económico a un tipo de sociedad: el ethos de la sociedad neoliberal. La nueva izquierda sazona su alternativa desde las barricadas de su revuelta: justicia fiscal, Estado emprendedor, ecología, no violencia y un buen vivir. Paradoja: es revuelta, no revolución.
Inquietudes. Uno: afirma Garzón que nuestra izquierda no está en sintonía con su pasado. Es que no fue unívoca esta fuerza. Franjas de la izquierda democrática habían ya librado batallas ideológicas con guerrillas que quisieron imponer su discurso al espectro entero de la oposición contestataria. Y el establecimiento cabalgó encantado sobre la impostura que graduaba de insurgente a todo adversario. La infló para endurecer, aún más, el sistema de privilegio. No podía esta izquierda triunfar en aquel lance, acorralada como se vio entre los fusiles de la izquierda armada y los del régimen.
Dos: Instala el autor al presidente Petro en la corriente de izquierda popular que enfrenta a la plebe con la élite, y desdeña la democracia liberal. En la otra orilla estaría el reformismo socialdemócrata que busca el consenso. Pero Petro acude lo mismo al populismo que a los rigores del Estado de derecho. Mientras agita el poder constituyente (del pueblo) convoca un acuerdo republicano sobre reformas democrático-liberales. Apunta contra el neoliberalismo y contra la violencia, desde el Congreso y con la turbamulta.
