El ataque a la Jurisdicción Agraria parece responder menos a un infundado temor de expropiación que al de perder las ventajas del conflicto por la tierra. Caldo de cultivo de la violencia, esta dinamizó la hiperconcentración de la tenencia y convirtió a Colombia en el tercer país más desigual del mundo en propiedad agraria. Entre las franjas más oscuras del poder, mucho sugiere que la supuesta expropiación es el pretexto; el objetivo, invalidar la ley que resuelve los conflictos de tierras y, de paso, tributa a la reforma agraria que nunca fue. Para el latifundismo, nada tan útil como mantener el estado de cosas inalterado, en particular, si media adquisición dolosa o restitución de tierra.
Gánale la carrera a la desinformación NO TE QUEDES CON LAS GANAS DE LEER ESTE ARTÍCULO
¿Ya tienes una cuenta? Inicia sesión para continuar
Y es que la Jurisdicción Agraria suplanta el recurso a las armas –llámense fusil o motosierra– por la acción institucional de la justicia en cabeza de jueces especializados. Fija los procedimientos que a estos les permitirán recuperar baldíos tomados por asalto, enfrentar el acaparamiento ilegal de tierras y salvaguardar la propiedad privada, tal como lo consagra el sistema nacional de reforma agraria creado por la Ley 160 de 1994 y como lo reiteran la reforma constitucional y la ley estatutaria ya aprobadas, sustento de este proyecto que las reglamenta. Pero el coro del latifundismo improductivo juega al boicot de la reforma que empezaría por zanjar la expresión más ominosa de la injusticia: el hambre. En el tercer país más biodiverso del orbe, siete de cada diez hogares no alcanzan a hacer sus tres comidas diarias: en tierra fértil, mesa vacía, reza informe de la Universidad Nacional.
Para conjurar el hambre, escribe Darío Fajardo, urge fortalecer los sistemas de producción y comercialización de alimentos, apoyados en la asignación de tierras y en una eficiente infraestructura, porque la distribución y uso de la tierra privilegian a grandes propietarios que subutilizan el suelo y lo convierten en praderas. Más de 36 millones de hectáreas ocupa la ganadería extensiva, cuando le bastarían siete; y, sin embargo, los pequeños y medianos propietarios del campo responden por el 83,5 % de la producción de alimentos para el país, pese a las lánguidas infraestructura y asistencia técnica.
Además, tras haber alcanzado el autoabastecimiento alimentario, explica nuestro analista, hoy importamos casi el 40 % de los alimentos que consumimos. Con costos de producción disparados y en condiciones de desigualdad impuestas por la apertura económica, no pudo la agricultura campesina competir con el producto extranjero. Así golpeada la producción nacional, se redujo el área sembrada, crecieron el desempleo, la pobreza y la inseguridad alimentaria. Peor aún, marginadas comunidades y regiones, con tierra y mano de obra barata, prosperó el narcotráfico.
Solución, la reforma agraria que la ley 160 propone, recogida por el Acuerdo de Paz, por el Plan Nacional de Desarrollo y asociada a la ley de Jurisdicción Agraria. En palabras suyas, se trata de elevar el ingreso del campesino, de impulsar su producción ampliando el acceso a la tierra y de democratizar la propiedad.
Lleva un siglo diciéndolo cada demócrata con sentido común y dolor de su país convertido en finca particular de rentistas holgazanes que dan coces al labriego, se ríen del empresario que crea riqueza y empleo, y atacan todo esfuerzo contra el hambre y el atraso. Nada le dice la posibilidad a la mano de convertir a Colombia en despensa del mundo. En las petacas se echan para contemplar el espectáculo de su gesta enana: el modelo de tierra sin hombres y hombres sin tierra. Mas el coco podrá sorprender a este latifundismo: un cambio de protagonista en el conflicto, del fusil al juez agrario.