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Sí, desconcierta. Con la misión que asigna al ministro de Educación, Daniel Rojas, sacrifica el presidente un prometedor horizonte de reforma en el sector a la aventura de disputarse la dirección política del movimiento estudiantil. Acaso se proponga resucitar el fallecido imaginario del estudiantado como vanguardia de la revolución, a instancias de un aliado inesperado: el propio ministro, discreto fan de Stalin. Y el mandatario que traza un Plan de Desarrollo sin precedentes; que logra la reforma social estrella en 30 años, la pensional; que en un año rescata de la pobreza a 2’718.000 colombianos; que propone un plan de choque capaz en su realismo y audacia de implementar la paz, cede a una argucia: vender la suya como constituyente universitaria. ¿Se sumará al modo de refundar patrias con mítines de mil aguerridos estudiantes en la Nacional, ignorando el sentir de los otros cincuenta y cinco mil?
Mientras se aplica a la cooptación manipulativa del movimiento universitario, seguirán nuestros 12 millones de escolares recibiendo la peor educación: pocos aprenderán a leer, a pensar, a analizar, a interpretar, a generalizar, a crear, a convivir con los demás. Ninguneada quedó la reforma que elevaba la educación a derecho fundamental, buscaba llenar sus vacíos más ominosos y adaptarse a los tiempos, concertada por la entonces ministra Aurora Vergara. Y Fecode ahí, gloriosa, tras haber propiciado su hundimiento. No reconocen los maestros que el sistema educativo en Colombia es mixto, que el nuevo mercado laboral demanda educación terciaria y que el país tiene derecho a evaluar a sus profesores.
Cuando el presidente Petro anunció que aplicaría en el país el modelo de educación ejecutado en su alcaldía, el pensador Miguel de Zubiría le pidió desechar la idea: en 2015, durante su alcaldía, de los 100 mejores colegios públicos del país sólo 4 estaban en Bogotá. Porque, entre otras equivocaciones -le escribió-, sustituyó la formación docente in situ por maestrías individuales. Estas mejoran sensiblemente el salario de los docentes, pero no impactan la calidad educativa. A ella tampoco ayudaron la duplicación de la inversión, la mejora en infraestructura y la jornada única en 104 colegios, pues faltaron medidas de formación docente, comunidad educativa, liderazgo pedagógico y currículo.
Cuatro medidas propone De Zubiría para mejorar la calidad: primero, transformar las facultades de Educación, para impartir a los docentes la formación requerida; abruma el hecho de que sólo el 3 % de sus egresados lean en forma crítica. Segundo, hay que repensar los contenidos escolares por campos del pensamiento, traducirlos en lineamientos curriculares y consolidar competencias básicas. Tercero, la mayor transformación posible en una sociedad deriva de la educación inicial; no puede volver a prometerse la construcción de 1.000 jardines infantiles y hacer sólo el 2 %. Cuarto, es preciso cohesionar las comunidades educativas, con escuelas de padres y jornadas pedagógicas regulares, y abordar la educación por ciclos de desarrollo.
Insiste nuestro filósofo en que educar no es transmitir información: es enseñar a pensar en forma autónoma y compleja; es preparar para la generalización, la deducción, la argumentación y el debate. Se trata de aprender a aprender, de aprender a pensar.
Dramática disyuntiva se le ofrece al ministro Daniel Rojas: oficiar de animador de un grupo político más que incursiona en universidades, activistas del cambio, o bien, asumir con entereza la misión extraordinaria que la historia le confió: liderar el cambio hacia una educación de calidad. Algo irá de la agitación para sumar adeptos de ocasión a la transformación cognitiva, emocional y práctica de sus compatriotas.
