Sucedáneo de Hitler y Mussolini, Francisco Franco montó en España una dictadura sanguinaria; alargó sus tentáculos con singular eficacia hacia los promotores de la Violencia en Colombia, y sus ideas renacen en oscuros extremismos que ganan espacio en el mundo. El cincuentenario de su muerte es una alerta contra los Erdogan y los Trump y los Ortega y los Bukele que lo emulan hoy. Escoltado por sotanas y fusiles, el ideario del franquismo reposa en élites siniestras que se han adaptado a los tiempos. Pese a la transición a la democracia que acaeció en España, el franquismo no ha muerto. Ni allá ni acá. Fue potente motor de la reacción en nuestra conflagración conservadora-liberal; y su corporativismo (amancebamiento coercitivo y asimétrico de patronos y trabajadores dizque para suprimir la lucha de clases) sobrevive en líderes como Álvaro Uribe.
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Al trípode familia, patria y religión añadió este fascismo español el nacional catolicismo, el anticomunismo y el concepto de hispanidad, tan caro a nuestra muy criolla dirigencia azul en los años 30 y 40. Con ellos ganó Franco su guerra contra la república y a Laureano Gómez le alcanzaron para librar la suya contra la reforma liberal de López Pumarejo, a la que catalogó de comunista.
Pero la reforma de López tenía mucho de New Deal y nada de estalinismo. Se inscribía en la modernización liberal en boga y comprendía reforma agraria, función social de la propiedad so pena de expropiación con indemnización, intervencionismo de Estado para dirigir la industrialización, separación de Iglesia y Estado y educación laica. Contra esta “amenaza” escribió el líder conservador: “Las masas desencantadas de la actividad democrática terminarán por buscar en métodos fascistas la reivindicación de los derechos conculcados”. Fueron casi 300.000 los muertos.
En 1938, mientras Franco cosechaba en campaña decenas de miles de muertos, le elevó Gómez un panegírico: “Se levantó el paladín y volvió a correr sangre impetuosa… reapareció la purificadora llama del heroísmo… el torrente revolucionario estaba detenido. ¡Arriba España, católica e imperial!”. Venía de rendir homenaje a Franco y sus falanges, “en las cuales inscribimos nuestros nombres con gozo indescriptible”. Un lustro después, como presidente, propuso una reforma constitucional corporativista, a instancias de Franco, Mussolini y Oliveira Salazar. El régimen fascista del portugués había cooptado la doctrina social de la Iglesia. Y la derecha católica lo permitió.
Salvo Juan XXIII, cuando el Vaticano no se alineaba con los más sórdidos dictadores (Pío XII con Hitler, Juan Pablo II con Pinochet) jugaba a la sociedad inmóvil, sin antagonismos ni conflictos, que es también nostalgia del fascismo. Este coopta corporaciones y sindicatos para convertirlos en órganos del Estado, con bendición divina. En la naciente industria textil de Antioquia, las primeras organizaciones obrero-patronales fueron creadas por la Iglesia. Rige la tutela de la Iglesia como control disciplinario sobre las operarias que desfallecen en el temor de Dios… y del patrón. La religión al servicio del capital.
Corporativismo, recurso paralelo de nuestra derecha más rancia, que predicaba la acción intrépida y el atentado personal hasta “hacer invivible la república”. Como en efecto lo logró. Décadas después, pero en idéntica invocación, abogará Uribe por una economía cristiana “sin odio de clases”, por un país fraterno, sin confrontación entre empleadores y trabajadores. Mas el asalto a los derechos laborales y el asesinato de 6.402 engañados con señuelo de trabajo perpetrados en su gobierno son contracara de la impostura.
Sí, el franquismo es también una impostura, disfraza de gesto viril o divino la cobardía: caída la máscara, ruge, exhibe garras y colmillos, infla el peludo pecho y mata a mazazos a seres indefensos.
Cristinadelatorre.com.co