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Humberto de la Calle canta verdades del corazón de los colombianos: “No más, carajo, no más!”-exclama. “¿O sea que deseamos que el odio sea nuestra canción de cuna? No, señor Uribe. No puede condenar a un expresidente porque asiste a las honras fúnebres de un joven político. Razón tiene Petro cuando se duele por ser acusado de manera injusta de ser el autor del magnicidio. Pero eso no lo exime de pedir perdón por sus tres años destruyendo desde el frontispicio de la jefatura del Estado la honra de sus opositores, dibujando una sombría historia de Colombia al amaño de su consigna de linchar a quienes discrepan”.
Y con Sergio Jaramillo se hace eco del repudio al alevoso asesinato de Miguel Uribe, figura saliente de la oposición. Su muerte, dicen en misiva común, es un durísimo golpe al Acuerdo de Paz, a su propósito de romper el vínculo entre política y armas; de dar garantías al ejercicio de la política, en particular a la oposición, pieza medular de la democracia. La actitud del presidente Petro frente a ese derecho habría sido la misma que ha ostentado ante el Acuerdo: desdén, indiferencia, desprecio. En vez de implementarlo, empodera a bandas y disidencias, se sienta con ellas sin propósito ni método claros y sin un marco legal. Si resultaran las disidencias autoras del crimen, veríamos la dimensión de esta terrible equivocación.
Dirá Jaramillo a Semana que, pese a haber sido cabeza de la oposición del Centro Democrático en el Congreso, el Gobierno no protegió a Miguel Uribe; en un escenario degradado por el debilitamiento de las instituciones, por negociaciones mal concebidas que empoderan a las bandas y por una retórica extremista, con la cual califica Petro a sus contradictores de “asesinos” y Uribe a los suyos de “neocomunistas”. La política de Petro de Paz Total no sólo abandonó el Acuerdo sino que ofreció a los armados incentivos perversos, como el de ejecutar “acuerdos parciales” mientras se negocia, en cuya virtud podrá la contraparte presentar proyectos del Gobierno como propios. Se configuraría así un virtual cogobierno armado.
Si en el Gobierno llueve, en la otra orilla no escampa. En extravagante negación de los hechos, afirmó el Centro Democrático que “en la historia reciente de Colombia jamás un presidente había alentado la violencia desde el poder como ocurre hoy”. Si a este Gobierno le cabe responsabilidad en un contexto de violencia multicausal, más pesaría sobre otros por persecución o por asesinato de miles de opositores: el Frente Nacional se preció de frenar el mutuo aniquilamiento de liberales y conservadores, para apuntar ahora contra todo aquel que objetara el abusivo monopolio de poder bipartidista; prohibió la oposición e instauró el delito de opinión. Asimiló contradictor a enemigo interno bajo el manto de la Guerra Fría, lo tuvo a menudo por terrorista, candidato a asedio o a disparo profiláctico. En la Seguridad Democrática se alternaron motes de terrorista y “guerrillero vestido de civil”, y a menudo se mezcló la acción contrainsurgente del Estado con el asesinato de civiles: los falsos positivos fueron 6.402. Desde sus primeras armas, con frecuencia de consuno con las autoridades, libraba el narcoparamilitarismo su propia limpieza de comunistas: con las Convivir en auge, se exterminó a un partido político, 6.000 miembros de la Unión Patriótica. En los últimos nueve años se ha ultimado a miles de líderes sociales, 439 en tres años de este Gobierno, ciego al Acuerdo que encararía las causas de la violencia. Tan desentendido como el de Duque, que se cobra el triunfo macabro de haber hecho trizas la paz.
Es hora de franquear civilizadamente las diferencias y la verdad. Sin ese presupuesto, se esfumará el clamor por unir voluntades para defender la vida, la libertad, la justicia, la convivencia en paz. Es el camino para derrotar nuestro sino de muerte al contradictor.
