No sorprendería que las dos fuerzas antagónicas de la política, el Centro Democrático y el Pacto Histórico, hundieran a dos manos la reforma laboral. Lazos más vigorosos las unen en la común inclinación absolutista que convierte mecanismos legítimos de participación en la democracia plebiscitaria que ha sido ariete de cuanto Napoleoncito de cartón quiera brincarse el Estado de derecho y pasar por caudillo.
Perlas abundan para acotar tan rara identidad. Dijo Petro el 14 de mayo en Barranquilla: “Cuando las instituciones van contra el pueblo (…) las instituciones se van (…) ¿Por qué entregamos a los verdugos del pueblo la hechura de las leyes?”. Y el pastor Saade, precandidato de su partido, instó al presidente a “cerrar el Congreso de la República; el pueblo está de acuerdo con que el presidente sea reelegido”. Por su parte, Álvaro Uribe declaraba: “Necesitamos más Estado de opinión en el cual la instancia judicial pueda ceder a la instancia de la gente” (Del Escritorio de Uribe, IELA, 2002). Su primera propuesta del referendo de 2003, convertido en plebiscito de apoyo a la reelección del presidente, contemplaba la revocatoria del Congreso. Y Sabas Pretelt, entonces ministro del Interior, dijo: “el Gobierno cree conveniente que sea el veredicto popular y no una prohibición constitucional el que decida la reelección”. Pero el expresidente -presa de olvidos selectivos- no duda en sentenciar hoy que “Petro le dio un golpe de Estado al Congreso”.
En uno y en otro, todo vale. Petro sepultaría su propia reforma laboral para justificar una consulta trocada en campaña reeleccionista de su partido en 2026, con todo el aparato y el presupuesto del Estado; Uribe obraría en autodefensa de las medidas que en su Gobierno cercenaron derechos de los trabajadores. Petro incendia con altisonancias levantiscas, exhibe espadas de Bolívar y agita banderas de guerra a muerte. Mas, su invocación al destino ineluctable de los pueblos maquilla de heroísmo una prosaica intención electorera. Y Uribe ensambla el comunitarismo premoderno del más rancio conservadurismo con la divisa neoliberal.
En ejercicio de su Estado de opinión, batalló Uribe contra las Cortes y contra los órganos de representación popular: desairó al Congreso y en consejos comunales desinstitucionalizó el poder local suplantando a alcaldes y concejos municipales. Creó la ficción de que, con él, se adueñaba el pueblo, por fin, de su destino. Que, por encima del Congreso y de los partidos y desde el sitio mismo del poder local practicaba la comunidad unívoca, unánime, sin fisuras, la democracia directa, en vivo y en directo por los canales de televisión. Y cuando las comunidades aldeanas convergen en masa a elecciones, la democracia directa se vuelve plebiscito, referendo o consulta popular alrededor de su caudillo. Del caudillo que en los autoritarismos es sustituto de las instituciones.
Aventuró su Gobierno audacias mayores. Ante el referendo, el entonces mininterior, Fernando Londoño, reveló que el presidente estudiaba la posibilidad de adelantar elecciones si no encontraba apoyo suficiente en el Congreso. Pero dijo la Corte que un referendo constitucional no es un acto electoral. Que la renovación del Congreso así planteada contradecía “la idea más elemental de Estado de derecho”. Y lo frenó en seco. Argumentos de ese orden esgrimen hoy constitucionalistas y demócratas contra la convocatoria por decreto de una consulta popular por encima de las Cortes y del Congreso.
De lado y lado se dibuja la misma tentación autoritaria que envenena la política y amenaza todos los días la democracia.
Coda. A punto de enviar esta columna, se conoció el horrible atentado contra Miguel Uribe. Sepan los dirigentes políticos que en este país cada palabra violenta que emitan podrá replicarse en un disparo. ¡Irresponsables!