Sí, el de Petro ha sido un mal gobierno, infecundo y alharacoso. Pero en cambio destapó el debate ideológico que la sociedad del privilegio había inhibido, para mejor blindar las ventajas de sus elites en el tercer país más desigual del continente. Llegada por vez primera al poder, la izquierda encarnó el anhelo de cambio que venía de ver el sacrificio de 80 jóvenes en las calles. El cambio adoptó figura de reforma social, tramitada a tropezones o boicoteada, pero invocó justicia, equidad y derechos en modo de capitalismo social. Ideólogos y doctrineros de la otra orilla fustigaron al petrismo por “ideológico”, estatizante, neocomunista y sospechosamente mestizo.
No se amilanó el Pacto Histórico, pero cedió a la tentación del insulto y de la provocación: degradó la polarización ideológica que cualificaba la política contrastando posturas sobre los problemas del país, para caer en polarización de rugidos, siempre al beso del puñetazo o de la puñalada. Nazis y esclavistas llamó Petro a sus adversarios, mientras desenvainaba espadas y agitaba banderas de guerra. Abelardo de la Espriella, discípulo amantísimo de Uribe, anuncia que no será presidente de los enemigos de la república sino de la gente decente, y promete “destripar” a la izquierda. Discrimina al adversario y lo desaparece. Quieren sellar la confrontación de ideas que ilustra el debate, amplía la participación y ayuda a rescatar el voto de la manipulación dogmática que sobre él ejerce un sistema donde el caudillismo es rey. Quieren sellar la posibilidad de construir consensos sobre una idea de país, sin suprimir el conflicto —que es propio de la democracia— sino procesándolo por el camino de las instituciones.
Mucho devela la polarización de ideas entre reformismo y statu quo en el orden conservador de este país. En particular por la agudización de las desigualdades y de la pobreza que el modelo neoliberal ha traído con sus medidas de desprotección arancelaria, desregulación financiera y laboral, desindustrialización y privatización de funciones económicas y sociales del Estado. Nuestro sistema financiero se concentra hoy en tres grupos económicos que se han enriquecido sin límite después de que la Constitución del 91 les diera una gabela sin par en el mundo: el Gobierno no puede acudir al Banco de la República, debe financiarse en la banca privada. Y con intereses elevadísimos. En 20 años, el sector financiero pasó de representar el 8,8 % al 22 % del PIB. En cambio, la participación de la industria en el producto se redujo a la mitad. Y la estructura agraria de alta concentración de la propiedad no tiene paralelo.
En tales circunstancias, el programa de Gustavo Petro no podía sino sacudir el avispero. Y no por las exiguas transformaciones operadas sino por la agitación ideológica en torno a ellas, que a muchos interpreta. Derechos sociales y económicos de la población, equidad, protección del ambiente, sistema de seguridad social orientado por el Estado, tránsito a energías limpias y reforma agraria. Su Plan Nacional de Desarrollo, discutido por 250.000 personas en comunidades, es propuesta de envergadura sin precedentes en muchos años. Sienta bases para proteger la vida, superar injusticias y exclusiones históricas; apunta a construir un nuevo contrato social y a transformar el modelo productivo del país.
Pero en seguridad, clamor que ha recobrado protagonismo, este Gobierno fracasó. Si en reformas deberá matizar propuestas y convertirlas en hechos de gobierno, abandonar la polarización del rugido y el lenguaje de bajos fondos, tendrá que reinventar la política de paz. Camino indicado para retomar la iniciativa en una polarización ideológica que enaltezca la política, ante un país expectante y una derecha perpleja en su ineptitud para ejercer de oposición. Porque nunca lo fue.