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En vastos territorios de Colombia se transita hacia un sistema híbrido de poder compartido entre Estado y grupos armados que exhiben creciente capacidad de fuego, control de economías ilegales y mando dictatorial sobre la población. Es consideración que prevalece entre expertos convocados esta semana por la revista Cambio para señalar nuevos desarrollos del conflicto. Aunque este cogobierno de legales e ilegales había ya recibido carta de ciudadanía con la ominosa ovación del Congreso a Mancuso y su cúpula del paramilitarismo. Se preciaban ellos de haber elegido un tercio de la corporación. Sí, hasta el Gobierno central y el Parlamento habían extendido los tentáculos de su poder.
En estos años, no obstante, se expande la violencia con más rapidez y más recursos mientras el Estado pierde terreno, asevera Laura Bonilla, de Pares: los grupos armados han ganado en movilidad y capacidad de reclutamiento; en rearme y tecnologías de guerra, para controlar territorios en disputa. Ha cambiado también la composición de esas organizaciones: no se enfrenta hoy a guerrillas como las FARC, sino a grupos de origen social que se rearmaron y se asociaron con narcotraficantes, tras expulsar a sangre y fuego las organizaciones sociales y asesinar a sus líderes. Hoy ostentan los armados un enorme aparato militar y ventajas estratégicas sobre un Estado “lento por defecto” para proteger a la gente, con carencias logísticas y financieras.
Taxativo en su apreciación de estas “gobernanzas híbridas” se muestra Armando Novoa, negociador con una disidencia de las FARC: grupos armados con profundo arraigo en el territorio colonizan economías ilegales, conviven en sociedad y con las autoridades. Se crea un círculo vicioso (¿virtuoso?) entre Estado, comunidad y negocios prohibidos. Sin Estado, dice, sin economía en regla y con comunidades formadas por trashumantes a quienes les negaron la tierra, las gobernanzas híbridas parecen sancionar el fracaso en la construcción del Estado-nación. Para Novoa, el caldo de cultivo de este modelo de gobernanza son las economías ilegales. Si no se neutralizan, será imposible negociar la paz.
Para transformar los territorios con miras a la paz, insiste la ministra de Agricultura Martha Carvajalino, hay que hacer la reforma agraria. Porque, dice, causa de la guerra y de la violencia en el campo son el acaparamiento de la tierra, su tenencia inequitativa y la inadecuada distribución de los suelos fértiles, que marginan al campesinado y lo arrojan a una frontera de pobreza y exclusión. Por su parte, Laura Bonilla pide convocar un acuerdo nacional para descentralizar la economía y construir el Estado Regional mediante una reforma constitucional que convierta el poder público en pivote del país de regiones que es Colombia. Y propone revisar el modelo de negociación de paz: la construcción de paz es tarea del Estado, no de mesas de negociación.
El modelo de gobernanza híbrida hizo sus primeras armas con las autodefensas y los paramilitares. Agentes y órganos de gobierno (como el DAS) y de la Fuerza Pública fueron socios suyos. Paramilitares fueron jefes de las Convivir creadas por el Gobierno. Poderes de hecho que concurrieron al poder del Estado, hoy incursionan con menos pudor en él y amenazan la unidad de esta nación en ciernes. Mas, nación integrada habrá con ordenamiento del territorio, justicia, desarrollo y ciudadanía plena para sus pobladores, en un Estado Regional construido a mil manos con las comunidades mismas, hoy acorraladas en territorios sin Dios ni Ley, martirizadas por una guerra inútil ensañada en los indefensos. Urge implementar el Acuerdo de Paz de 2016. Garantizar justicia y seguridad en los territorios, mediante acción decidida del Estado y de la Fuerza Pública. Devolverle al Estado el control de la política de paz.
