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Carambola a tres bandas ejecuta Trump para coronarse dictador “de tierra caliente”: primero, reencarna al tirano latinoamericano; segundo, en su impúdica manguala con Bolsonaro y Bukele restaura la secular complacencia de Estados Unidos con las satrapías del subcontinente; y, claro, reanuda la amenaza-invasión de su armada, ahora contra Venezuela. Guardadas diferencias de tono y de época, Trump evoca al Tirano Banderas de Valle-Inclán, obra inaugural de la novelística sobre el dómine “de largas astucias que encubren una crueldad esencial”. Lo dibuja como “una calavera con antiparras negras y corbatín de clérigo, el garabato de un lechuzo”. “Esperpento” de sainete, asesina de 15 puñaladas a su hija, para que sus enemigos “no te gocen ni te baldonen llamándote hija del chingado Banderas”.
La misma grosera ostentación de poder personal, con dos notas al canto: el patrimonialismo, que asume riquezas de la nación como haberes del dictador, y el vasallaje de los subalternos bajo juramento de lealtad personal a sus querencias y desmanes. Que Trump lo potencie por internet solo revela la convivencia de premodernidad y postmodernidad en el Estado. Le sirve también para decirse enviado de Dios. Y para proyectar la ojeriza sangrienta de Banderas contra la “indiada” que instaurara en México el Estado laico y la reforma agraria, hacia riadas de inmigrantes expulsados o arrojados a campos de concentración vigilados por cocodrilos hambrientos. La misma oligarquía despótica al mando con Banderas y con Trump azuzó al gobierno gringo para que le montaran dictador al presidente Juan Jacobo Árbenz cuando intentó una reforma agraria en Guatemala con perjuicio de la United Fruit. A la intervención militar y al desmonte de las reformas en ese país siguió una represión de la oposición que cobró 80 mil vidas. Otros aliados del imperio serían Trujillo en Dominicana, Somoza en Nicaragua, Pérez en Venezuela y todos los dictadores del Cono Sur en los setenta.
En tres pilares se afirman estas dictaduras: en la concentración absoluta del poder, en la toma de los tribunales de Justicia y del Congreso, en persecución a la oposición y represión generalizada. Comprende, como en tiempos de los totalitarismos nazi y estalinista, vigilancia a la vida privada de la ciudadanía y manipulación de sus decisiones políticas. Actúan como sistema de partido único, sin oposición, contra el Estado de derecho. Atacan a la prensa libre, a las universidades, a los jueces desafectos. La Corte Suprema, ahora de mayoría trumpista, le concede inmunidad total al primer presidente de esa nación que asume como convicto de múltiples delitos. Hace pocos días decretó la detención de personas mestizas o que no hablen inglés. Mike Johnson velará por la disolución de tribunales independientes.
Como los tiranos del continente, se rodea Trump de reaccionarios violentos: Comey fue autor de una propuesta que contemplaba 13 modalidades de tortura, Mueller funge como apasionado defensor del espionaje al ciudadano y su más excelso asesor político estima que el demócrata “no es un partido sino una organización extremista”: ¿guerrilleros vestidos de civil? Trump se brinca la ley: impone aranceles, deporta inmigrantes a la brava, desintegra embarcaciones en aguas ajenas por encima del derecho internacional, denuesta la condena por golpismo a Bolsonaro, manda fuerzas de ocupación a ciudades de mayoría demócrata y anuncia que buscará pena de muerte contra los delincuentes que en ellas habiten.
En la tradición del tirano de banana republic, también Trump obra como monarca absoluto, por la gracia de Dios. Escribe Shlomo Ben Ami: “Si el patriotismo es el último refugio de un sinvergüenza, el manto de una vocación divina eleva al sinvergüenza por encima del común… (Dijo Trump que) quien salva a su país no viola ninguna ley”.
