Ya su familia, sus copartidarios, sus seguidores y los medios de comunicación han exaltado la figura de Miguel Uribe Turbay, no seré yo quien simule sentimentalismos ni quien irrespete su memoria con elogios que no sostendría si estuviera vivo. En el plano político, Miguel Uribe y yo éramos antípodas, él desde un asiento en el Senado de la República y yo desde el lugar de una ciudadana común. Sus ideas me desagradan, no comulgo con casi ninguna de ellas y busco construir un país diametralmente distinto al que él deseaba. Sin embargo (y por eso mismo), su asesinato me entristece.
Desde niña he estado familiarizada con el dolor de las muertes violentas, mi madre perdió a varios de sus amigos en el marco de una persecución paraestatal que aplastaba sin piedad todo lo diferente. Poetas, intelectuales, marihuaneros, homosexuales, militantes de izquierda. Uno a uno fueron cayendo. Baleados, acuchillados. Yo misma, teniendo apenas 18 años, perdí a uno de los míos en una marcha estudiantil. La imagen de María Claudia Tarazona con la cabeza apoyada en el féretro de su esposo, irremediablemente me recordó a mí misma, apoyada en el ataúd de mi amigo muerto mientras su mamá, dulce y generosa, consolaba mi pena. Por supuesto, el símil es asimétrico: no tuvimos nosotros honras gloriosas, ni reconocimientos masivos. Por el contrario, nos invadía el miedo, la tristeza infinita y la soledad. Sí que es cierto, en Colombia tenemos muertos de primera y de segunda categoría, la desigualdad nos permea hasta en el más primitivo de los dolores. He pasado por todos los estadios emocionales que un país como este le puede proporcionar a su gente. La rabia, el deseo de revancha, el cinismo, las ganas de dejarlo todo y largarse. El perdón, la aceptación, el amor sin mesura. Y todo ello me ha arrastrado a la idea de que una nueva Colombia no va a brotar de la fórmula fallida de la violencia.
Mi pretensión no es aleccionar a nadie ni decirle cómo afrontar este acontecimiento, no creo en los falsos engrandecimientos ni en la vanidad de quienes pregonan inalcanzable estatura moral en las crisis colectivas de la nación. Es, más bien, lo contrario, quiero abogar por lo mínimo: el respeto irrestricto a la vida del otro. Ese mínimo tan rabiosamente combatido por personajes oscuros que, insaciables en su avaricia, han construido su enorme capital político a sangre y fuego. No han tenido siquiera el decoro de respetar a sus propios muertos, los han utilizado para seguir atizando el caos donde ellos se desenvuelven con una facilidad pasmosa. No soy ingenua frente a la violencia, con certeza sé que se ha ensañado con los humildes y desprotegidos durante décadas, por eso también sé que la única manera en que vamos a poder desterrarla es regresándole el carácter sagrado a la vida, incluso a la de nuestros adversarios. Cuando sea ese el sentido común, lo que no puede ser profanado, habremos derrotado la perversidad de las ideas de quienes se han nutrido por décadas de la muerte.
Estoy convencida de que para vivir en mediana civilidad todos debemos esforzarnos por renunciar a la noción de que la aniquilación del contrario es válida. Nadie puede forzar el amor, ni la fraternidad, ni la aflicción, nadie puede tampoco evitar el desprecio, incluso el odio, pero sí podemos todos intentar acordar que no vamos a meternos tres balazos en el cráneo por pensar y existir distinto. Una de las grandes obsesiones de mi vida es la paz de este país, no entendida como un remanso armónico en el que todos vivamos como hippies en comuna, sino como un lugar en donde podamos estar radicalmente en desacuerdo sin ello que nos cueste la vida. Hay que empujar hacia allá, hay que seguir intentándolo todo hasta que lo logremos.
Hoy lamento el asesinato de Miguel Uribe Turbay, lamento que su hijo crezca sin su padre, lamento que él mismo haya tenido que crecer sin su madre, lamento no poder derrotarlo en democracia. Lamento los miles y miles de muertos de quienes injustamente desconozco sus nombres. Me duele el amigo que perdí. Los poemas que no escribieron los amigos de mi madre. Elevo una oración por todos ellos, enciendo una vela y me obligo a insistir en la esperanza.