Como abogada, debo decir que las audiencias judiciales suelen ser espacios fríos en donde el uso excesivo de la terminología jurídica diluye las intensas motivaciones que movilizan la búsqueda de la justicia. En el caso de las recientes audiencias de reconocimiento de verdad en la JEP, este ambiente acartonado cedió un poco para darle paso a uno de los eventos judiciales más importantes de nuestra historia reciente: el reconocimiento de responsabilidad de altos mandos militares sobre los asesinatos a jóvenes civiles presentados como bajas en combate. El escenario fue un coliseo popular en donde magistrados, comparecientes y víctimas se encontraron en una disposición semicircular para escucharse y reconocerse en uno de los episodios más dolorosos de nuestra nación.
Horas y horas de relatos no dejaron manto de duda: en Colombia se estableció una maquinaria criminal dentro de las fuerzas armadas para asesinar a jóvenes civiles y presentarlos como bajas legítimas. Los testimonios fueron crudos, tanto como la ejecución de estos crímenes. Los responsables se repartieron el trabajo de manera milimétrica, mientras unos eran los “reclutadores”, otros ejecutaban las muertes y el resto se encargaba del papeleo, el ocultamiento de las pruebas y la desaparición de los cadáveres. Todos tenían una función especializada en ese engranaje atroz, al mejor estilo de lo que Hannah Arendt denominó “la banalidad del mal”. Por su lado, las víctimas, jóvenes empobrecidos, en condición de calle o con urgencias inaplazables, necesitaban más que nadie la protección del Estado y de la sociedad.
El tamaño de la tragedia es tan inocultable que ya no existe cabida a posiciones negacionistas. Lo que el país escuchó en esa audiencia es de una gravedad que hay que hacer un alto para preguntarse el origen de tal degradación. Sin duda alguna, los determinadores tienen responsabilidad, pero es tan profunda la aberración que hay que examinar todos los factores que rodearon su puesta en marcha. ¿Estábamos o estamos los colombianos enceguecidos y obsesionados con el afán de ganar la guerra? ¿Durante estos años hicimos oídos sordos a los insistentes reclamos de las víctimas? ¿Decidimos deliberadamente ignorar lo que sucedía frente a nuestros ojos? Iremos construyendo las respuestas como país, pero es urgente empezar a hacerse las preguntas. Por la no repetición y porque ya es hora de coser entre todos la herida.