Me he preguntado muchas veces por las motivaciones que llevan a un ser humano a querer ocupar un cargo de poder. En política, generalmente, se reúnen casi todas las pasiones humanas sublimadas en un juego peligroso y adictivo. Es un espiral en el que van ascendiendo las personas más hábiles, pero también las más rotas. Podría decir que casi todos los que ambicionan poder tienen psiquis marcadas por un trauma, una carencia o un delirio. Por supuesto, también hay móviles nobles, pero nadie que juegue este juego está exento de cierta malicia. Hoy por hoy, los líderes que abundan son narcisistas irredentos (Trump, Milei) dispuestos a romper los límites de lo ético con tal de llevar a cabo sus deseos, nuestro tiempo hiperindividualista y caótico los privilegia y los escoge para dirigir el mundo.
En alguna columna ya había mencionado que a Iván Cepeda le he guardado una especial admiración desde hace años. Él me ha parecido una excepción a esa regla de la avaricia que empuja el espíritu de la política. No lo hemos visto queriendo acumular y engullir poder a costa de lo que sea. Por el contrario, ha hecho su tarea de manera abnegada y paciente. Su carácter pausado no ha eclipsado su fortaleza y su vehemencia, combinación difícil de encontrar. No le teme a las luchas de largo aliento ni ha pretendido nunca venderse como un prócer omnipotente que nos va a salvar de la debacle. Como el resto de políticos (y de los humanos), Iván carga en su mente y en su corazón una herida: la de la muerte de su padre, sin embargo, la ha sabido llevar con sobriedad. Se me hace esa la tarea más difícil porque son siempre nuestros dolores los que desnudan nuestras intenciones más primitivas. Contrastando, me he preguntado también si este país, con la marca de la violencia atravesando toda su historia, tiene un gen que le impide avanzar a la paz. Muchas veces se ha apoderado de mí la creencia de que nuestro destino estará irremediablemente sellado alrededor del canibalismo y la vorágine del odio que consume todo a su paso. Y, en esa angustia, figuras como la de Cepeda me han dado alivio. Si estamos predestinados a esa tragedia, al menos no vamos a aceptarla sin pelear. Entonces puedo decir que a mí me da esperanza que un hombre como él exista en la política, sobre todo, en la política colombiana.
Más allá de su posible presidencia, las primeras actuaciones del ahora precandidato son valiosísimas porque nos han invitado a darle una vuelta de tuerca a la forma en la que competimos por el poder en Colombia. Ha hecho un llamado a la austeridad, a la colectividad y al respeto. Se ha preguntado por los errores del gobierno del que hace parte, ha invitado a la responsabilidad y a la mesura. La respuesta de sus adversarios ha sido ruidosa, como era de esperarse, pero ello sólo revela el profundo miedo que le tienen a un tablero con nuevas jugadas, a una política un poco más decente y más humana. De alguna manera, con el aterrizaje de Cepeda en esta disputa se enfrentan como nunca las antípodas del país. La sensación es emocionante aunque también de incertidumbre, finalmente es Colombia de la que estamos hablando. Cómo saldrán las cosas nadie lo sabe, nos ganará el pulso nuestro destino o vamos a poder torcerlo, ya se verá, por ahora, qué bueno que llegó Iván a enseñarnos que hay otra manera de hacer y de existir.