Llevo ya algún tiempo regresando una y otra vez a la figura de Jesucristo. Sean creyentes o no, es innegable que el influjo de este hombre, de este ser o de esta historia llena aún nuestros días. Emmanuel Carrère en su libro El Reino reseña el franco asombro que le despierta su mito y el hecho de que miles de años después millones de personas aún lo sigan con fe, reciten plegarias en su nombre y crean de manera objetiva en su existencia. Yo quisiera creer que soy una de esas personas. Y digo que quisiera creerlo porque genuinamente estar comprometido con su legado es más que una simple enunciación, y yo, lejos de ser cristiana, soy una hereje que busca sentido en todas las leyendas sagradas.
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Aún así, tengo un pensamiento repetitivo: una cuchara de madera tallada por él. Me obsesionan sus curvaturas, la suavidad de sus acabados, la simplicidad de su belleza. Por supuesto, no sé si Jesús construyó una cuchara, pero quiero creer que sí, que de sus manos brotó un objeto divino que sirvió a su vez para depositar comida en la boca de otra persona. Pienso en su vida, en sus recorridos, en su risa. Creo que Jesús reía mucho y que su carcajada era sonora, ruidosa. Nadie habla de eso. Me gusta creer en sus milagros, aunque los entienda como algo secundario. Por supuesto, a quién no le sorprendería que un hombre pueda multiplicar el vino y los peces, pero en este mundo tenemos vino y peces de sobra, lo que nos falta es amor. Para mí, su grandeza e inmortalidad no reside en haber abierto los mares, su hito se funda en ser un portal para la proyección más pura del amor en la tierra. Lo más importante que hizo fue amar a los demás sin importar qué, cómo o cuándo. Sin condiciones. Sin expectativas. Con gozo, incluso. Qué hazaña.
En las horas dolorosas me pregunto dónde está Jesús, no con rabia, sino con orfandad. Cuando el mundo oscurece y todo parece precipitarse a la catástrofe. Dónde, dónde está. Cierro los ojos e intento imaginarme la cuchara. Su color, su olor, su textura. El tiempo que destinó haciéndola, sus manos callosas construyéndola, el empeño artesano con el que la trajo a la vida. Cuando abro los ojos sólo encuentro muebles de Ikea. En dónde está Jesús. Me lo imagino entonces riéndose de mí y me río yo de vuelta.
Siendo una cínica pesimista de nacimiento, me he autoconvencido de que mi deber es la esperanza. Me obligo todos los días a tenerla. Me fuerzo diariamente a buscarla. Entonces también me propongo ver a Jesús en todo. En mis amigos que no se cansan de amar, en mi madre, en todas las madres. En la luz que impacta el piso, en los árboles que insisten en mantenerse de pie. Su legado fractalizado y repartido en pequeñas moléculas que sobreviven en el corazón de las cosas nobles. Él y todo lo divino sobrevive en la intención que tengo de un día tallar una cuchara por mí misma y regalársela a un ser amado y luego tallar otra y dársela a uno no amado. Tal vez podamos todos tallar una cuchara de madera y ofrendarla a alguien para llevar alimentos a su boca y en una gran cena universal celebrar, no su regreso, sino su eterna permanencia.