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No sé nada de fútbol, nada en lo absoluto, pero hace unos días en redes sociales algunos hinchas se quejaban porque hubo un evento que imposibilitó la realización de algunos partidos en el estadio El Campín de Bogotá. El acontecimiento era una boda. Sí, una pareja alquiló un estadio con la capacidad de albergar a 39.000 personas para su casamiento. Lo primero que pensé es que qué ordinariez, lo segundo fue que quién hace algo así y lo tercero fue la respuesta: un rico colombiano.
Sé que de entrada muchos están pensando en los “nuevos ricos” a quienes de manera inmediata asociamos con el ruido, los colores brillantes, los carros lujosos, las cirugías estéticas, la ropa de logotipos enormes y, en últimas, con el narcotráfico. Pero creo que esta inmediata conexión es solo una trampa más tendida por aquellos que creen tener el monopolio del buen gusto y la elegancia. Nos dicen que los burdos son ellos “los levantados”, no los millonarios de siempre, los del old money. Sin embargo, para mí no hay nada más vulgar que un rico. Un rico de cuna, un viejo rico, un rico de verdad. Quitando todas las consideraciones políticas, sociales, culturales y espirituales, nada se me hace más ordinario y estructuralmente feo que empobrecer gente. Sí, nada más vulgar que la avaricia, la gula y la codicia con la que se desenvuelve nuestra élite. Incapaces de aflojar algo de sus inmorales riquezas, desesperados por no perder ni un céntimo y obsesionados con acumular hasta hasta reventar, no les da pudor salir a mostrarse avaros en radio, televisión y prensa, oponiéndose ferozmente a una reforma laboral bastante promedio. No les avergonzó tampoco financiar ejércitos paramilitares en lugar de tecnificar el campo y construir empresas prósperas para todos. Ponen fichas para robarse platas del Estado en lugar de construir carreteras para sacar sus propios productos. Fabrican coimas ignominiosas y se ríen de ellas. Escasos de visión, burdos a más no poder, no han sido capaces de desarrollar el modelo económico que defienden porque han atornillado sus ambiciones al clientelismo, la pereza y el orden parasitario.
El problema es profundamente estético. Quien tiene curiosidad por la belleza, la busca y la cultiva. Ellos la desprecian y creen que lo hermoso tiene que ver con propiedades ostentosas y ciudades europeas, con círculos homogéneos y endogámicos que hablan un solo idioma: el del dinero. Antonio Caballero en Sin Remedio los satirizaba magistralmente, se burlaba de sus obsesiones, de la bajeza de sus conversaciones, de sus risas fingidamente graves, de sus amoríos con “la servidumbre”, de lo acomplejados que viven de sí mismos por haber nacido en un país tropical. Bastos y patéticos nos han condenado al atraso radical.
Pepe Mujica, recientemente fallecido, lo entendió muy bien. Los ricos lo aplauden porque él sí vivió como debe vivir la gente de izquierda: pobre. Pero él no vivió en la austeridad por un mandato de supuesta coherencia ni para complacer a nadie. Lo hizo porque los despreciaba estéticamente y le parecía de una fealdad atroz atiborrarse. Fue elegante, prolijo y bello Mujica, y no porque viviera en una chacra, sino porque no explotó a nadie para no vivir en ella. Lo estético tiene una ligazón innegable con la moral y lo inmoral no puede ser bello. Sí: no hay nada más feo que un rico colombiano.
