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En otras columnas he hablado de algunas de las enfermedades de nuestro tiempo: la literalidad, la falta de imaginación, la inmediatez y la indignación vacía. Creo que otra es la sed de destacar. El sistema actual nos ha inoculado un desprecio visceral por el otro, ha matado toda curiosidad por el semejante y la ha reemplazado por un deseo enfermizo por no ser como los demás. Cueste lo que cueste debemos ser excepcionales, extraordinarios, lo común es despreciable. Hay que posicionarse por encima siempre: tener seguidores, no amigos; ser el influencer, no el influenciado; convertirse en el nazi barato que cree reafirmar su valor odiando al prójimo. Y esta es otra trampa de un sistema autorreferencial que premia el narcisismo y que nos propone un camino al éxito falsario e hiperindividualista. Esto para las mujeres viene siendo más crítico. A todas las indecibles presiones que sufrimos a diario se suma esta vestida de empoderamiento: ya no basta con llorar por un mal amor como lo hacían antes nuestras abuelas, tampoco hacer un duelo en tranquilidad, ahora también nos toca montar un emprendimiento, pintarnos el pelo, bajar tres kilos, subir contenido a redes y convertirnos en un modelo mundial de resiliencia. No ser como las otras, ser mejor, censurar la pena porque el dolor es para el resto y el resto es indigno. Decía hace tiempo en redes sociales que yo no quería ser bichota, ni loba, ni facturar en lugar de llorar (por mucho que ame a Shakira y a Karol G), que, por el contrario, quería seguir siendo una mujer común y corriente.
La consecuencia directa de esta corriente enfermiza es la fractura total de lo comunitario, no hay cómo tejer lazos perdurables en el tiempo con seres a los que consideramos ruinosos. Así, poco a poco, nos hemos ido encerrando en nosotros mismos y en la creencia radical de que el único proyecto valioso es el de convertirnos en “nuestra mejor versión” sin importar que esto implique poner el zapato en la cabeza del otro. El resultado último es el encumbramiento de líderes megalomaniacos que encarnan esa repulsión y que son el culmen de la realización individual. Ahí los tenemos: Trump, Milei.
No diré que nunca quise ser eso, un punto rojo en la mitad de un lienzo blanco, el lugar donde se fija la mirada, para bien o para mal. Una voz para escuchar por encima del resto. Hoy ya estoy muy cansada para seguir fingiendo que me importa sobresalir. Cada día quiero mimetizarme más, sentir que aún y cuando soy una unidad, que me muevo por el planeta con un solo cuerpo, puedo hacer parte de un gran músculo diverso y variopinto que se articula para empujar la vida. No me interesa ser el referente de nadie ni hacer de mi humanidad “una marca personal” con la que pueda venderme como si fuera un producto de supermercado. Lo común me interesa ahora más que nunca porque creo que es allí donde se esconde la verdadera belleza. El deprimido que contra todas las fuerzas gravitacionales que lo tiran hacia abajo se levanta a enfrentar el día, la señora que vende cigarrillos y canta baladas como en el libro de Pedro Lemebel, el muchacho que agarra coraje y se cuela en la vuelta a España con una bandera Palestina. Yo quiero ser más como ellos y estar más con ellos. Y creo que, si todos lo quisiéramos un poco, el mundo iría saliendo gradualmente de esta deriva esquizofrénica en la que estamos metidos.
