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Otro 8 de marzo

Cristina Nicholls Ocampo

13 de marzo de 2024 - 09:05 p. m.

El Observatorio de Feminicidios en Colombia registró que para el 2023 se contabilizaron 511 mujeres asesinadas en razón o con ocasión de su género. Esto es más de una mujer al día. Hace muy poco tiempo vimos con terror los ataques a mujeres con machetes, algunas siendo perseguidas sin que nadie hiciera nada para protegerlas; vecinos silentes e impávidos asistiendo a lo impensado. Cerrando el año pasado, fuimos testigos de la violación, la tortura y el asesinato de la joven caleña Michel Dayana González por parte de un hombre que casi escapa de las autoridades. Y así, uno a uno los casos transcurren en la cotidianidad indolente. Las cifras de impunidad frente a estos hechos son absolutamente vergonzosas: más del 90 % de estos crímenes quedan sin condena alguna. Y en estos renglones hablo solo de la arista más extrema de la violencia de género: el asesinato. No alcanzarían las páginas para detallar las otras infinitas agresiones que padecemos por el mero hecho de ser mujeres. Por eso y mucho más nosotras tenemos el derecho universal a manifestarnos. Es más, tenemos derecho a estar furiosas.

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No se nos olvida que el origen del 8 de marzo fue exactamente ese, mujeres trabajadoras cansadas de los ultrajes decidieron protestar para vivir mejor y murieron quemadas vivas. Y no se nos olvida porque cada 8 de marzo ocurre algo que nos recuerda la crudeza de esa génesis. En el más reciente en Colombia, feministas con sus hijas y sus abuelas fueron gaseadas en la oscuridad de la Plaza de Bolívar, así mismo, se desató una andanada infame y persecutoria por parte de la Alcaldía de Medellín a mujeres que hicieron parte de las movilizaciones en esa ciudad. Lo que sucede es grave, gravísimo, más aún en un país que tiene antecedentes tan macabros de hostigamiento a la organización social. No se puede normalizar que en un Estado social de derecho se institucionalice la criminalización y el perfilamiento a costa de los recursos públicos mientras siguen existiendo las escandalosas cifras del 90% de impunidad en crímenes contra las mujeres. Privilegiar las paredes sobre la vida es sencillamente adherir al fin de toda lógica moral, política, jurídica y humana y, aunque parezca que esa es la regla vital de nuestro tiempo, hay que alzar la voz sin titubeos, especialmente cuando el exabrupto se propicia desde el Estado. Me opongo, como muchas otras, a lo retorcido y descompuesto de esa escala de valores. Me sumo desde este y todos los pequeños espacios que habito a la interpelación categórica de esa barbaridad e invito a todos y todas las que aún creen en la democracia y en la supremacía de la vida a hacerlo sin ambages.

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Por otra parte, diré también que las mujeres estamos absolutamente exhaustas de tener que reafirmar, día a día, que nuestras existencias valen más que los vidrios. Y cansadas también estamos de tener que remover la memoria de las víctimas para articular un discurso que debería estar lo suficientemente claro para cualquier persona medianamente sana: la vida y la dignidad de las mujeres son superiores a las cosas. Deseo dejar de mencionar a las asesinadas para exponer este punto que debería ser obvio e indiscutible a la luz de cualquier ojo humano. Deseo un día traerlas a la memoria (o tal vez, guardar un silencio sacral) para que en comunión unamos las voces por su descanso pacifico. Las mujeres merecemos vivir, tenemos derecho a protestar y también queremos sanar.

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