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Hace poco tuve que teclear la palabra “mamá” en el buscador del chat con mi mejor amiga para encontrar un dato urgente. Había 165 resultados, en ellos encontré desde conversaciones cotidianas hasta largas charlas acerca de la posibilidad de convertirnos en madres, sobre nuestras propias madres y sobre lo que encierra ser hija. A la par regresaba la discusión de la baja natalidad en Colombia por cuenta de un grotesco comentario emitido por el candidato presidencial Juan Daniel Oviedo en el que decía explícitamente que no había mujeres para parir y que ello implicaba que el sistema pensional iba a colapsar cerca del año 2050.
Por fortuna, las reacciones a las declaraciones de Oviedo fueron masivas, personas de todas las orillas le señalaron al candidato la perversidad de sus afirmaciones, pero hay que decir que aún y en esta ola de rechazo, lo dicho por Juan Daniel es la manera en la que piensa la sociedad en general sobre los cuerpos de las mujeres: en la historia no ha habido nada más perseguido que el deseo femenino. Todos los lugares que hoy ocupamos las mujeres fueron primero disputados por otras a quienes les tocó la titánica tarea de afrontar la censura. En este tópico particular el deseo de ser o no ser madres siempre ha estado en el ojo del control sistémico. Desde la prohibición y criminalización al derecho a abortar, hasta esterilizaciones forzosas a amplios grupos de mujeres alrededor del globo. Si antes nos llamaban a “dejar de parir” ahora hacen lo contrario al grito de “salvar a Colombia”. El modo en el que está organizado el sistema empieza a hacer aguas y lo más fácil es hacer lo de siempre: responsabilizar, exigir y culpar a las mujeres.
Otra noticia sucedía al mismo tiempo de la polémica: los bancos colombianos aumentaron sus utilidades cerca del 55 % para septiembre de este año. Ganancias billonarias que son acumuladas por grupos minoritarios de personas y por las que nadie se siente escandalizado, algunos hasta festejan. Nadie se pregunta a dónde va a parar semejante cantidad de recursos ni cómo llegaron ahí. Nadie piensa en redistribuir esas y otras rentas billonarias para afrontar los problemas de nuestro presente y nuestro futuro. Los valores de nuestro imaginario moral están totalmente invertidos y nadie cuestiona la obscena cantidad de dinero que captan algunos, pero sí la decisión de tener hijos o no. En nuestro mundo simbólico es más sagrada la propiedad privada que la vida humana.
Toda esta discusión marca el compás del devenir de este tiempo: acumulaciones escandalosas que nadie controvierte, cuerpos a demanda que deben dar vida para sostener el sistema y un vacío de sentido que no se pregunta por la dirección del mundo. Vuelvo entonces a las conversaciones con mi amiga y me pregunto cúal es el lugar que ocupan en la contemporaneidad. Para qué queremos parir o dejar de hacerlo. Ninguna de las dos está planeando traer un humano para que ayude a sostener el sistema pensional, estamos las dos pensando en lo bello, lo triste y lo complejo que es tener un hijo. Ser un hijo. Me pregunto entonces si habrá lugar para que regresemos colectivamente a estas cuestiones fundamentales y nos atreveremos a patear la mesa o continuaremos construyendo una existencia autómata cuyo núcleo conversacional es la perpetuación del sinsentido. Ya veremos.
