La semana pasada se llevó a cabo en Bogotá un nuevo acto de reconocimiento y perdón por parte del ministro de Defensa, Iván Velásquez, a las madres de los jóvenes ejecutados por el Estado para presentarlos falsamente como bajas en combate. En respuesta el expresidente Álvaro Uribe pronunció de nuevo un rabioso discurso en el que dejó claro que no asumirá ninguna responsabilidad en estos hechos. Nada nuevo.
A estas alturas ya debe quedarnos claro que Uribe nunca va a reconocer ninguna culpa en las atrocidades que se cometieron durante su gobierno, su enorme prepotencia le impide siquiera acercarse a la posibilidad de comprender el horror que su gobierno dejó en miles de familias colombianas. Sin embargo, a pesar del negacionismo contumaz del expresidente, el relato oficial se transformó gracias a la lucha de las víctimas, las organizaciones de derechos humanos, la ciudadanía activa y el proceso de paz con las FARC, que dejó instrumentos como la JEP y la Comisión de la Verdad. Hace algunos años era impensable que el Estado colombiano asumiera de manera pública su responsabilidad en estos crímenes; sugerirlo era interpretado por quienes dirigían el país casi como una ofensa imperdonable. Los que osaron hacerlo fueron convertidos casi que de inmediato en sujetos sospechosos, aliados de la guerrilla y defraudadores de la patria. Por fortuna, hoy los únicos que creen en la perpetuación de esta fórmula son los uribistas, que cada vez se van quedando más solos y cada vez se ven más delirantes.
Como lo señaló en editorial este diario en días pasados, es positivo para una nación que se avance en los actos de reconocimiento estatales; le agrego que ya no estamos en los tiempos de hablar bajito por temor a la muerte, la persecución, la judicialización o el exilio. Esto sin duda representa un avance que debemos cuidar, la memoria y los relatos son elementos en disputa permanente, nunca está dicha la palabra final. Por ahora podemos decir que Uribe y sus fanáticos van perdiendo el relato y, de paso, el poder.