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El día de hoy saldrá el sentido del fallo en el juicio de Álvaro Uribe Vélez, escribo esta columna desde el desconocimiento de la decisión de la jueza y presentando una reacción del pasado a un hecho futuro. Pero en la política, en la vida y en la escritura muchas veces así funciona. Lanzamos palabras hacia adelante con la esperanza de que tengan algún eco.
He seguido el proceso con curiosidad a lo largo de las audiencias públicas. Sí, curiosidad es lo que me ha despertado. En Colombia, el país en el que todo pasa, no pasa con mucha frecuencia que la justicia ordinaria toque a los hombres que han acaparado poder y fortuna a lo largo de los años. Algo digno de ver, de estudiar y de seguir. También está la figura de Uribe Vélez que es, cuando menos, enigmática. No soy jueza de la república en tanto no le debo a la nación ponderaciones objetivas, yo creo que el expresidente es culpable no sólo de los delitos que le han sido imputados en este proceso, sino de muchos otros más oscuros y más dolorosos. Para mí el enigma no radica en el veredicto judicial, sino más bien en el corazón de su maldad, en la inmensa habilidad que tiene para camuflarla bajo su acento montañero y sus largos pregones sobre el trabajo y la patria. Es inevitable preguntarse por el origen de alguien así, no bastan las meras apreciaciones condenatorias. De dónde brotan los Uribes Vélez del mundo es algo que todos deberíamos preguntarnos. Este juicio da algunas pistas de sus alcances, de su poder y de su incomparable frialdad.
De otro lado, he seguido la vida y la carrera de su contraparte, el senador Iván Cepeda Castro. Un hijo de dos referentes de la izquierda, los Derechos Humanos y la justicia social en Colombia. De Cepeda me sorprende su temperamento y su voluntad. No siempre están juntas dos virtudes tan importantes. Un carácter decidido casi siempre está acompañado de irascibilidad, pero el senador Cepeda ha sabido conjurar la calma y la firmeza. Lo admiro, es cierto, y, de nuevo, como no soy jueza puedo decirlo en voz alta. No reduzco su carrera a esta batalla por la verdad, pero es cierto que enfrentarse cara a cara a Uribe Vélez no es cualquier cosa. Creo firmemente que no lo hace con un ánimo vengativo. Este es un eslabón más en su incansable búsqueda de la verdad, la justicia y la paz, en tanto seguiremos viéndolo hacer lo que hace, sea cual sea el destino de este proceso.
El sentido del fallo acaparará muy pronto los titulares y será una sola palabra la que definirá todo los siguientes años: culpable o inocente. Sin embargo, yo quiero pensar que para la posteridad quedará el juicio mismo, las largas horas de testimonios, la desnudez del emperador, la debilidad de su defensa técnica, el bodrio de su historias pretendidamente humildes y campesinas, y una justicia que, aunque bajo inmensas presiones e indecibles ataques, por primera vez juzga a un expresidente como un ciudadano común.
