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La violencia política es tan antigua como los variados roles de poder en una sociedad. La Grecia antigua vio a Hiparco abatido por los tiranicidas Harmodio y Aristogitón cuatro siglos antes del magnicidio de Julio César por mano de sus conspiradores en una calle del centro de la Roma. El apacible Japón, por dar algún otro ejemplo, arrastra una larga lista de asesinatos de líderes: desde el ministro Mori Arinori, apuñalado el día de la firma de la Constitución en 1889, hasta el primer ministro Abe, abatido en plena campaña en 2022. Las motivaciones cambian —nacionalismo, corrupción, venganza, envidia—; el impulso de eliminar al adversario ha sido siempre el mismo.
Hablamos de homicidio político cuando a un personaje se le asesina por lo que representa ideológicamente y por su papel en una nación, y será magnicidio por su importancia, capacidad de incidencia y reconocimiento en una sociedad. Sus perpetradores le apuntan a atacar fuertes símbolos del sistema, a sabiendas de que este no volverá a ser el mismo. El magnicidio es el más brutal de los crímenes políticos porque lanza esquirlas que se clavan en todos, incluso en quienes no lo lloran, porque no comprenden cuán heridos están. Mataron a Miguel Uribe, pero dejan lisiada a toda una nación. Es lo que buscan.
Esta tragedia nos retrotrae a los ochenta, cuando la bandera ondeó a media asta tantas veces como funerales de Estado hubo. Aquí es donde la estadística es inconcebible: según Indepaz, con Miguel Uribe son 97 los líderes asesinados este año en Colombia. El duelo que vive el país, que aparece apeñuscado entre tantos otros aún no resueltos, no es comprendido por nuestros líderes. A partir del jefe del Estado, cuya forma de comunicar con el país ofende a unos y a otros, siguen su mal ejemplo el líder de oposición —y su poco democrático centro— cuando reacciona en forma furiosa y necia ante el gesto ejemplificador de un expresidente: quien fuera primer mandatario, acude al templo de la democracia para despedir a un colombiano ilustre, interpretando el sentimiento de la nación y en homenaje a las formas que dan cuerpo a una democracia.
La bandera nacional volverá a izarse por completo en su asta cuando la justicia se pronuncie con claridad y la memoria se asiente sin distorsiones al condenar a los autores intelectuales del crimen. De otro lado, aquellas banderas partidistas se alzarán cuando quienes las ondeen decidan respetar la pena moral de todo un país que llora a sus muertos por la violencia y, con pudor y decencia, hagan política en favor de todos y no de sus propios fervores e intereses. Solo hasta entonces, han de permanecer a media asta en una Colombia que ve tambalear los principios democráticos, no por falta de símbolos, sino por la ausencia moralmente generosa de quienes deben sostenerlos. Ojalá pronto seamos capaces de exigir liderazgos a la altura del mástil y prescindir de candidaturas ligeras y de egos inflados incapaces de ver más allá del propio yo.
En lo personal, seguramente no habría votado por Miguel Uribe; probablemente lo habría controvertido en este espacio y otros de opinión, pero el vacío político que deja en sus copartidarios hoy lo hago mío propio.
