Tal vez por salud mental o por un democrático sentimiento de obediencia civil a las instituciones, se van convirtiendo en costumbre los escándalos diarios. Tal vez por eso no ha causado mayor conmoción la segunda carta del exministro Leyva en la que reitera su conocimiento sobre la adicción del primer mandatario a la cocaína y da detalles sobre otras faltas graves a la dignidad presidencial. Parecería que ya todo puede suceder en un país que no cuenta con herramientas democráticas eficaces para exigir responsabilidad política a un presidente indigno.
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En menos de dos semanas hemos visto: la grotesca entrevista de Juanpis González, en la que el presidente capotea preguntas que solo un humorista es capaz de hacer a un presidente sobre sus hábitos recreativos o su estética. Vimos también la rara performance de la espada, como de templario, y la utilización de la bandera que representa el lema “Guerra a muerte”. Días después, en un hecho sin precedentes, el presidente del Senado pidió a los congresistas no dejarse amedrentar por las provocaciones y amenazas del jefe del Estado, y el procurador General de la Nación, en buena hora, tuvo que recordarle al mandatario que él es “símbolo de la unidad nacional” y por lo tanto debe actuar. Se ve al conjunto de las instituciones democráticas enfocadas en mitigar los daños del mal gobierno. Así, vimos a la defensora del Pueblo manifestar su preocupación ante la declaratoria de una zona de ubicación temporal para las disidencias de alias Calarcá; después de haber asesinado a siete soldados, sin agenda y condiciones conocidas, la medida es absolutamente inexplicable.
En la última “alocución” presidencial, vimos al presidente rodeado de una cúpula militar callada, fantaseando progresos en la seguridad nacional, mientras más de 50 miembros de la fuerza pública han sido asesinados en lo que va corrido del año y el Clan del Golfo ejecuta un plan pistola. En esta coyuntura, no vimos al primer mandatario enviar un mensaje de condolencias a las familias de los jóvenes de quienes él fue su comandante en jefe. Parece que el presidente no muestra sensibilidad sino hacia los partisanos y hacia quienes lo han acompañado en su lánguida historia de rebeldía política, que ha escrito el relato de su vida pública y el de las víctimas del M-19.
Somos testigos de la guerra Sarabia-Benedetti, este investigado por múltiples delitos y actualmente en juicio ante la Corte Suprema de Justicia por corrupción. A la feria de funcionarios enjuiciados se suma hoy el ministro de Trabajo, acusado por tráfico de influencias.
En medio del albañal, existe una porción grande de ciudadanos que acompañan a Petro y a su gobierno con las botas puestas; para ellos no importa qué aguas inmundas haya que atravesar. Del otro lado, una sociedad pasmada, aparentemente vacía de liderazgos, incapaz de conducir una reacción ante el desgobierno y el escándalo. Paralelamente, vemos demasiados candidatos buenos, pero estacionados en personalismos; otros más bien flojos e ilusos, y unos más, cómicos, energúmenos o inexpertos, todos pretenciosamente autorizados para comandar una cruzada electoral repleta de propuestas de corte medieval.
Dicen por ahí que con la decadencia aparecen los bárbaros; esperemos que no resulte profético.