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Los festivales culturales existen, ante todo, como espacios de encuentro en los que ideas, lenguajes y experiencias —tan distintos como disímiles son sus participantes— se ponen sobre una gran mesa que no es otra cosa que un convite para el diálogo. La no coincidencia debe ser, por tanto, la garantía esencial de un espacio cultural: aquello que lo diferencia de un mitin político o de una asamblea gremial y que, en una sociedad democrática, cumple la función de ampliar la conversación, exponer los desacuerdos y sostener la pluralidad que parte de posturas filosóficas, políticas e ideológicas distintas.
La política y la cultura se retroalimentan, se entrelazan y se interpelan porque la primera organiza el poder y la segunda interroga su sentido. Si la cultura se repliega ante la política, renuncia al debate ético y se encierra en lo estético. De ahí el debate que abrió en días pasados la escritora Laura Restrepo al declinar su participación en el Hay Festival por la presencia de María Corina Machado, figura central en la lucha por la recuperación de la democracia en Venezuela y nobel de Paz. No se trata de cuestionar su derecho a decidir con quién comparte o no un escenario o si en el pasado no mostró contundencia ética frente a otros sistemas autoritarios, sino de interrogar el sentido político de ese gesto.
Restrepo ha explicado su decisión señalando declaraciones atribuidas a Machado en las que habría avalado una eventual intervención militar de Estados Unidos en Venezuela. A ello, sus defensores responden que tales afirmaciones deben leerse en el contexto de una dirigente que enfrenta una dictadura de la que ha sido víctima directa y que se ha referido a la necesidad de presión internacional, no a una invasión armada tradicional.
La idea de una invasión extranjera en América Latina despierta, con razón, rechazos profundos. Pero aquí la cuestión es otra: Machado no es una promotora del intervencionismo ni una dirigente cualquiera en medio de una batalla ideológica, sino un símbolo de la resistencia pacífica al régimen de Maduro; víctima moral, intelectual y física de una dictadura que se sostiene en la represión, se roba las elecciones, persigue a sus opositores y empujó a millones de venezolanos al exilio. Vetarla en un espacio cultural no debilita el intervencionismo y, en cambio, acalla las voces de los casi tres millones de venezolanos que han buscado vida y refugio en nuestro país.
El gesto contrasta con el de otros intelectuales que han entendido el disenso como parte de su oficio. Mario Vargas Llosa participó en festivales como el Hay compartiendo escenarios con pensadores de izquierda que fueron sus contradictores durante décadas. Así mismo, figuras como Salman Rushdie o Fernando Savater han defendido los festivales de ideas como espacios donde el desacuerdo no se cancela.
Un intelectual hace del pensamiento crítico su oficio público. Si renuncia a la palabra compartida, deja de serlo. Tal vez uno de los signos más preocupantes de nuestro tiempo sea la facilidad con la que se abandona la conversación. El gesto de Laura Restrepo y de quienes la secundan termina pareciéndose al de esa derecha dura colombiana que pretende que la clase empresarial le niegue la palabra al candidato de la izquierda.
