El pasado lunes, la Cámara de Representantes aprobó el proyecto de reforma al Sistema General de Participaciones, la cual modificará la Constitución Nacional para que, en adelante, los entes territoriales pasen de recibir el 39,5 % y ya no el 23,8 % de los recursos provenientes de los ingresos corrientes de la Nación. El nuevo sistema entrará en vigencia en enero de 2027, previo trámite de la ley que fijará las competencias de los gobernadores y alcaldes para la inversión de dichos recursos. Esta será el polo a tierra del SGP aprobado, a efectos de cumplir con el mandato constitucional de la descentralización administrativa y devolver su autonomía a los entes territoriales.
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Es un triunfo del Gobierno, en particular del ministro Cristo, quien logró su aprobación prácticamente por unanimidad con tan solo dos votos en contra. También es un triunfo para el país, en mi opinión, a pesar de las alertas y argumentos en contra de parte de un amplio sector, en particular de los economistas, quienes mostraron preocupación por los posibles efectos sobre las finanzas públicas y su inviabilidad fiscal. En palabras simples, su temor es que el Estado termine gastando y malgastando más y que las finanzas públicas caigan en un barril sin fondo.
Esta postura presupone la idea generalizada de que los gobernantes regionales son unos “botaratas” que no saben hacer la tarea. Además, da por hecho la incapacidad del país para llegar a un consenso sobre los principios que regirán la ley de competencias a tramitarse en los próximos dos años, como prerrequisito para que el nuevo SGP comience a ser una realidad a partir del 2027.
Si este Gobierno, en lo que le queda de tiempo y gobernabilidad, logra que el país se ponga de acuerdo sobre las tareas de gasto del Gobierno central y de las regiones, habrá logrado un capítulo de la cacareada gran conversación nacional para la consecución de un Estado más aterrizado en los territorios. Esto no es poco y no es romanticismo: parte de la tragedia de la violencia resulta de la incapacidad del Estado para hacer presencia en los territorios; un alcalde eficiente, recto y responsable, logrará que los dolores de su pueblo se apacigüen gastando en lo que sabe que su gente necesita y reclama.
“Apague y vámonos” si, de entrada, la premisa es que el alcalde podría ser un corrupto, o un ineficiente mal gestor, porque así se elimina cualquier posible ejercicio democrático de conversación. Un país con la billetera atada a las decisiones del Gobierno central, muchas veces con baja capacidad de ejecución como este, difícilmente logrará mayor desarrollo territorial. También es importante el hecho de que los mandatarios locales no tengan en futuro que pasar gran parte de su tiempo en Bogotá, dejando de atender sus regiones por mendigar recursos al “papá gobierno”. Y si hablamos de corrupción, la reforma deja sin parte del botín a politiqueros que ya no tendrán que apadrinar proyectos y contratos ante el Congreso.
El éxito de la reforma supone que se continúe con la que podría convertirse en una gran escuela de gestión pública para los entes territoriales, a través del armazón de la Ley de competencias. Se trata de una nueva forma de concebir una administración del Estado más moderna, más lógica y más presente en todos los rincones de Colombia. Esto implica mayor compromiso y demanda de eficiencia por parte de los ciudadanos a sus gobernantes en su acción y resultados, así como más y mejor veeduría ciudadana. En últimas, es un empujón a la democracia. Por supuesto, la discusión deberá ir acompañada de un fortalecimiento a los entes de control, sobre todo a la Contraloría, que finalmente tendrá trabajo.
En conclusión, este es el punto de partida para el logro de la verdadera descentralización administrativa y, de continuar bien desde lo político y en cumplimiento del rigor fiscal, será, a mi juicio, el gran legado del Gobierno de Gustavo Petro.