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El último lustro ha sido un torbellino global: hace cinco años el mundo estaba confinado y al borde de la peor crisis económica desde la Gran Depresión; la pandemia dejó alrededor de siete millones de muertes, desnudó las fragilidades de los Estados y profundizó las enormes desigualdades.
A la guerra contra el virus siguió la invasión rusa a Ucrania. La ONU confirma a la fecha al menos 14.000 civiles muertos, más de 36.000 heridos y decenas de miles de soldados ucranianos muertos o desaparecidos. En Sudán, la guerra ha dejado más de 40.000 muertos y cerca de 13 millones de desplazados. En el Sahel se registraron más de 20.000 muertes por violencia terrorista en 2024. Myanmar acumula desde 2021 al menos 50.000 muertos y más de tres millones de desplazados. En el este del Congo, la crisis humanitaria ha generado millones de desplazamientos e incalculable como inexistente es la cifra de muertes.
En los dos últimos años hemos sido bombardeados por la imagen descarnada de un pueblo arrasado ante los ojos del mundo; la evidencia es tal y la impudicia del Estado de Israel es de tal magnitud, que la comunidad internacional empieza a reaccionar, finalmente, ante el genocidio del pueblo palestino que condenará a Netanyahu y a todo aquel que lo apoya al protagonismo de una de las páginas más salvajes de la historia.
El último quinquenio ha visto también debilitar la imagen de los Estados Unidos: de faro de la democracia y de la libertad pasó a ser una sociedad dominada por el populismo, la polarización y el supremacismo. A la par, el multilateralismo vive su crisis más dura al mostrarse impotente e inoperante; Europa oscila entre integración y la presión de la ultraderecha, y China es ya un dragón desbocado.
Hace cinco años era impensable una inteligencia artificial capaz de transformar oficios, mercados y la vida diaria de la gente; en 2020, las Big Tech aún no concentraban el poder que hoy tienen y las criptomonedas eran apenas una curiosidad. Los últimos cinco años han sido los más calurosos jamás registrados y el clima es hoy capaz de incendiar tierras gélidas y congelar desiertos. El último lustro también ha visto acentuar la crisis de natalidad: lo que era solo un dato estadístico hoy anticipa sociedades envejecidas, con todo lo que ello implica.
Hace tres años, Colombia eligió al primer gobierno de izquierda y, a un año de culminar su mandato, Petro perdió toda posibilidad de cambio real, confinó a la izquierda al fallido y caduco petrismo y será el primer responsable si el país elige en 2025 cualquiera de las pésimas opciones de la derecha populista y de nacionalismo disfrazado de salvación.
La palabra “lustro”, del latín lustrum, en la antigua Roma se refería al período de cinco años asociado a un rito de purificación con el que los cónsules cerraban el censo de la ciudadanía; no era solo una medida del tiempo, sino un ciclo de balance, de examen colectivo y de limpieza espiritual.
Cada generación enfrenta sus propias convulsiones que se entrelazan entre lo colectivo y lo individual: en mi caso, un lustro bastó para una enfermedad, ver a los hijos irse, el adiós a un gran amor y el paso del umbral de los cincuenta, en donde se inicia a hacer cuentas con la existencia.
¡Vaya lustro!
