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La identidad de los Estados Unidos de América ha sido históricamente explicada por un nacionalismo constitucional democrático, que hizo parte de la cultura política de ese país hasta hace pocos meses. Un nacionalismo flexible y de puertas abiertas, que por el inmediatismo resultó ser demasiado para 77 millones de ciudadanos que votaron por el que pretende establecer Donald Trump.
En la tarea de imponer un nacionalismo soberanista como de otros tiempos, pero con un lenguaje pueril nunca antes visto en un gobernante de ese país, Trump se presenta como emperador expansionista creyendo cumplir compromisos con sus electores, muchas veces sobrepasando las limitaciones legales. Es clarísima su inclinación autoritaria: como buen populista, se cree legitimado por un pueblo traicionado por el establecimiento, que le da carta blanca para actuar más que como estadista, como hombre de negocios.
Con el apoyo de excéntricos magnates, se vislumbra un nuevo orden mundial que reemplaza aquel que esa misma democracia había establecido y que dio paso a avances sociales y culturales que hoy son sujeto de disputa dentro de la guerra cultural que Trump comanda. La nación salvadora de occidente a partir de la Segunda Guerra Mundial hoy se propone como un cañón de expulsión de inmigrantes, elimina el español de la página oficial de la Casa Blanca, arrasó con la cooperación internacional y se ha ocupado hasta de los pitillos plásticos, confirmando su negacionismo de la crisis climática.
Europa, por su parte, se ve presionada por las amenazas de abandono de la Alianza Atlántica, con demanda de mayores aportes para seguridad y defensa. Adicionalmente, las imposiciones arancelarias ya son un hecho, dentro de lo que parece más una estrategia para que occidente se desmarque del poderío comercial chino. Paradójicamente, Europa va en la ruta de una supremacía de la ultraderecha. Esto es consecuencia de la crisis de identidad de los partidos tradicionales que se empeñan en la polarización, sin captar las preocupaciones de los pueblos que se ven confundidos entre narrativas de extremos sin moderación. Así, el tercer mundo occidental pierde la esperanza de que la vieja y sabia Europa haga frente al burdo trumpismo de la primera potencia del mundo.
Intentando ser optimista, el historiador Greg Grandin publicó en el NYT hace algunas semanas un artículo que pone en sus justas dimensiones la beligerancia de Trump. El autor deja ver cómo ese nacionalismo no es tan novedoso en la historia de ese país y sostiene que este es solo populismo frente a una demanda coyuntural de la población, sin que implique rompimiento del orden mundial. Siguiendo con el optimismo, también es de señalar que la mayoría en la Cámara de Representantes estadounidense es frágil y con altos niveles de abstención. Los demócratas siguen siendo fuertes a nivel estatal, y más de la mitad de los jueces fueron nombrados por Obama y Biden. Así las cosas, el elefante republicano, más que pisar fuerte, retumba.
Probablemente el mundo logrará sortear el difícil momento, pero el verdadero daño, la grave consecuencia histórica del vozarrón trumpista, es que este permeará la cultura con mensajes efectistas que echarán para atrás conquistas históricas para la supervivencia del planeta y de las minorías apabulladas desde el principio de los tiempos; todo esto en un mundo que no habla sólo inglés, que no se pinta el pelo de amarillo y que está más preocupado por sobrevivir en la Tierra que en la conquista de Marte.
