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El fin de semana pasado, Cambio publicó la entrevista de su director Federico Gómez Lara a Karen Santos, exesposa del contratista del Gobierno Ricardo Leyva, en la que hizo públicos los maltratos sostenidos de su expareja y reveló un aberrante video que ha conmocionado al país por su nivel de violencia y por las amenazas de muerte contra ella.
Según la Defensoría del Pueblo, en Colombia se registraron 872 feminicidios en 2024 y, entre enero y mayo de 2025, 352 mujeres fueron asesinadas por machismo. Por su parte, el Ministerio de Justicia reportó más de 83.000 mujeres víctimas de violencia de género entre enero y octubre de 2025, con un enorme subregistro presumible. Estas cifras, de insoportable brutalidad, revelan un país donde más de una mujer es asesinada cada día por razones de género, y donde la violencia machista letal es un fenómeno estructural, sostenido y normalizado que trasciende culturas y clases sociales.
Se llama omertà al código de silencio originado entre las mafias del sur de Italia que impide la denuncia y la intervención ante un crimen. Es un pacto tácito que protege al agresor y castiga a quien rompe el silencio, convirtiendo la indiferencia en una forma de complicidad. La omertà prospera con fuerza en sociedades menos desarrolladas o en pueblos pequeños porque la dependencia comunitaria hace que el disenso tenga un costo real. Allí, la lealtad al grupo pesa más que la protección a la víctima, y el miedo a la fractura de una supuesta armonía inhibe la denuncia. Ante instituciones frágiles y una justicia distante, el mutismo se vuelve un mecanismo de autoprotección colectiva que termina encubriendo al agresor. En Colombia este fenómeno es evidente, sobre todo en la violencia intrafamiliar, cuyas principales víctimas son mujeres, niños y niñas.
Al día siguiente de conocerse la entrevista, el presidente Petro comentó en X: “Yo no me meto en esas peleas. De ahí solo se sale aruñado por todas partes”. La frase, más que una torpeza, expone una evidente misoginia revestida de prudencia. En un país donde cientos de mujeres son asesinadas cada año por sus parejas o exparejas, un jefe de Estado que se dice progresista opta por la neutralidad y reafirma la idea de que proteger a las víctimas es opcional.
La violencia intrafamiliar no es un tema de la esfera privada en las sociedades civilizadas, sino un asunto de interés público que exige política criminal y sanción social. Las sociedades que reprueban conductas en el discurso pero no en la práctica, que se indignan un día y olvidan al siguiente, y que cuentan con un aparato público impávido ante los agresores, difícilmente superarán el enquistado flagelo de la violencia de género.
Colombia debe diferenciarse de Petro y hacer más. Otros países han avanzado en registros públicos de agresores que impiden a estos ocupar cargos de responsabilidad, contratar con el Estado o representarlo y administrar recursos públicos. La Ley 80 de 1993 prohíbe contratar con el Estado a interdictos de derechos y funciones públicas, pero rara vez un agresor es inhabilitado por esa condición. Por ello, Ricardo Leyva puede ser contratista del petrismo, Armando Benedetti es ministro y Hollman Morris gerente de RTVC.
Mientras depuramos la brutalidad, cada silencio —incluido el del presidente— seguirá cobrando vidas.
