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Jamás habría pensado en convivir con un gato; me parecía un animal para neuróticos y solterones. Fue sólo hasta hace un año y medio, cuando me detectaron una difícil enfermedad de la que caí en pie, que cambié de opinión gracias a Marta, una gata majísima en cuya casa vive mi hermana y su familia. Los días previos a una cirugía, Marta pasaba las tardes enteras enrollada en mi cuello ronroneando en mi oreja; parecía como si quisiera decirme: “Aquí estoy, todo estará bien”.
Meses después llegó Catalino a mi casa, y a partir de ahí, se despertó en mí una fascinación por los gatos que combina bien con mi interés por la política y la filosofía, porque he llegado a la conclusión de que deberíamos parecernos más a ellos. Dijo Lord Byron: “El gato posee belleza sin vanidad, fuerza sin insolencia, coraje sin ferocidad, todas las virtudes del hombre sin sus vicios”. No por nada, en una cultura como la japonesa, en la que la armonía de las formas y el comportamiento en sociedad son valores esenciales, el gato es la mascota predilecta.
John Gray, profesor de Oxford y del London School of Economics escribió Filosofía Felina: Los gatos y el sentido de la vida en donde se refiere a la “ética felina” como una especie de egoísmo sin ego en el que sus preocupaciones se circunscriben a ellos mismos y a los suyos, pero sin la necesidad de preservarse en su propia imagen, sino a través de su entidad. Es eso exactamente lo que la filosofía budista prescribe: vivir según la propia naturaleza y encontrar la serenidad con el fluir de las cosas, ajustándose a la propia esencia.
Un perro cariñoso es un perro más; en cambio un gato amable es un gran gato. Es lo que los hace interesantes y enigmáticos, y el menos parecido de los animales domésticos a los humanos. Es refinado, lo que lo hace delicioso compañero; es independiente y, al no dejarse tratar como un peluche, si se queda a nuestro lado querrá decir que nos ha escogido en libertad, desapego y sin temores; por eso es “una de las pocas criaturas que no se dejan explotar por sus dueños”, como lo dijo alguna vez Umberto Eco. Tienen fama de neuróticos; en cambio, no conocen rutinas y no eluden el juego. No comen a voluntad sino por necesidad y por eso raramente son golosos. En tanto libre de apegos, el del gato representa el amor más sano de todos, aun cuando al mirarnos se sabe que ese sentimiento durará siete vidas eternas.
Lo anterior me hace pensar en una sociedad inspirada por las virtudes gatunas como la independencia, el juicio autónomo, reflexivo y desprovisto de la necesidad de aprobación, la capacidad de observación y en la mesura, especialmente por parte de quienes nos gobiernan. En alguna parte leí que los gatos, en términos ideológicos, serían en esencia libertarios. Yo, en cambio, los veo como unos liberales clásicos, moderados defensores de las libertades, capaces de llegar a acuerdos en los que cabrían los Aristogatos, el Gato con Botas o el Gato Félix.
Por mi parte, me declaro “gatista” furibunda. Lo importante, en realidad, es no seguir pareciendo perros y gatos y que quien nos lidere tenga la sabiduría natural de un animal, con la responsabilidad y la conciencia que nos hace verdaderos sabios.

Por Cristina Carrizosa Calle
