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En uno de los países más desiguales del mundo, la alternancia ideológica en el poder era legítima y la promesa de redimir al Estado de sus faltas históricas, necesaria. Por esa razón, el fracaso de Gustavo Petro no es solo el de un político, sino el del Pacto Histórico, hábil para organizar su plataforma política y electoral, pero incapaz de poner límites a su jefe natural, quien confundió el cambio con revancha y a su gobierno en improvisación, corrupción y en un culto a su personalidad.
La oferta de la izquierda para continuar el proyecto petrista se reduce, por un lado, a Daniel Quintero, oportunista sin coherencia ideológica, cuestionado por escándalos de corrupción y, al parecer, el ungido del primer mandatario. Por otro lado, Carolina Corcho, sin trayectoria política sólida y conocida solo por haber sido la ficha de Petro para desmantelar el sistema de salud. Iván Cepeda, hombre sereno, de palabra medida y convicciones firmes, podría haber sido la conciencia ética del progresismo. Sin embargo, su respaldo incondicional al gobierno y su silencio frente a los abusos de poder y los escándalos de corrupción lo alejaron de ese papel.
Mientras una izquierda madura se opone al autoritarismo, el petrismo toleró la deriva autoritaria de su líder; mientras establece en sus luchas de género la matriz de su ideario progresista, el petrismo consintió los dejes machistas de Petro. Mientras la izquierda se construye sobre el respeto a la institucionalidad como herramienta de transformación, el petrismo apoyó la traición a la promesa de no adelantar una constituyente y promueve al candidato que propone cerrar el Congreso.
La izquierda democrática se funda en la solidaridad como principio moral y en la responsabilidad fiscal como condición de justicia intergeneracional; el petrismo, en cambio, malgasta sin planeación. Aquella impulsa el mérito y el conocimiento como motores del progreso; este reemplazó la función pública por el activismo de los relatos. Donde la izquierda busca consenso y participación, el petrismo la reduce a dogmas y convierte a la oposición democrática en su enemiga. En nombre de la igualdad ha creado nuevos privilegios; en nombre de la justicia, persecuciones selectivas y en nombre de la vida, políticas de paz y seguridad que la ponen en riesgo.
Así las cosas, el daño inconmensurable a la izquierda pretende prolongarse en el petrismo de sus candidatos. Es el continuismo no de una afinidad política, sino de una identidad estructural: el mismo modo de hacer política, la misma distancia entre discurso y gestión, la misma obsesión con el enemigo. Un daño que deja en la ciudadanía la idea de que la socialdemocracia es un experimento fallido como izquierda moderna, capaz de transformar la sociedad desde el consenso, las instituciones y el respeto por las libertades individuales, abriendo paso a los populismos de derecha que niegan todo lo anterior.
Una democracia madura necesita una izquierda coherente y decente; si el progresismo colombiano no asume su responsabilidad con sentido de autocrítica, la izquierda seguirá oculta en la cueva del petrismo, que —confiando en la sensatez de los colombianos— será derrotado en el 2026.
