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La condena al expresidente Álvaro Uribe Vélez marca un hito en la historia reciente de Colombia. El político más influyetnte de las últimas décadas es hoy el primer exmandatario sentenciado por la justicia ordinaria. El fallo llega a profundizar la polarización en tiempos preelectorales, y de la reacción del país político —que ya muestra señales de no estar a la altura— dependerá que Colombia retome elcamino del progreso desde 2026 y preserve su estabilidad democrática.
Antes del fallo, no todos los principales medios ofrecieron análisis rigurosos ni equilibrio informativo. Abundaron titulares editorializados, y Semana llegó incluso a escarbar el pasado ideológico de la jueza Sandra Heredia. La izquierda, liderada por el petrismo, aplaudió el fallo con fervor de inquisición, elevando a Iván Cepeda como paladín del antiuribismo y a la jueza como heroína de la justicia popular. En vez de celebrar la independencia judicial como valor institucional, la usaron como ajuste de cuentas. La derecha, por su parte, entre acusaciones de persecución y teorías conspirativas, optó por deslegitimar el sistema judicial. Los contrasentidos del caos: quienes se proclaman guardianes del orden y referentes democráticos, hoy ponen en duda el Estado de Derecho cuando este no favorece a su líder, mientras que el otro extremo —agitador del sistema que ahora lo sostiene— celebra la condena y aplaude una institucionalidad que, esta vez, le es útil. En medio, queda una ciudadanía polarizada y manipulada con fines electorales.
A ello se suman las críticas del secretario de Estado y de congresistas republicanos estadounidenses que, en abierta intromisión, cuestionaron la sentencia de una república soberana. El Centro Democrático, que enarbola un nacionalismo patriótico, traiciona esos principios si permite que potencias extranjeras funjan de garantes de nuestras instituciones. Así se perfila un choque entre dos populismos: uno de derecha, republicano y reaccionario, y otro de izquierda, de bolivarismo anacrónico.
“Veredicto” proviene del latín verus (verdad) y dictum (dicho): “la verdad dicha”, decían en la antigua Roma, cuna de nuestro sistema jurídico. En un Estado de derecho, todos los ciudadanos pactamos con este la prevalencia de la verdad judicial sobre la verdad personal, siempre que aquella surja de un debido proceso con todas las garantías constitucionales, como ha sido el caso del expresidente Uribe durante los últimos siete años. La comprobación de su verdad personal, que él persigue y que sus seguidores fielmente defienden, deberá continuar el camino legal que el sistema judicial ofrece a todos los ciudadanos. Mientras tanto, lo democrático y lo decente es respetar la verdad de los jueces, que hablan en nombre del Estado.
La condena a Uribe pone a prueba nuestra madurez democrática. Más que celebrarla o repudiarla visceralmente, deberíamos asumir lo que representa: una democracia con poderes independientes capaz de romper las creencias de que la justicia solo aplica para “los de ruana”, y de que justicia y política se funden, erosionando la legitimidad de las instituciones y de los liderazgos, en un país con frágil cohesión institucional.
