Terminada la veda para publicar encuestas electorales que impuso la Ley 2494 de 2025, solo se han difundido dos mediciones: la de Cifras y Conceptos, con un modelo serio e innovador que ha dado de qué hablar, y la del Centro Nacional de Consultoría. La histeria colectiva que rodeó a la llamada “ley mordaza” —alimentada por analistas, medios y el propio gremio de las encuestadoras— instaló la idea de un daño irreparable a la democracia por cuenta de una regulación, a sus ojos, absurda. A mi juicio, la verdad es otra: la ley, con falencias que deberán corregirse, era necesaria y cumple su función de garantizar el acceso equitativo a la información verificada y fortalecer la transparencia en la presentación de datos estadísticos, evitando que estos sirvan para la divulgación de propaganda encubierta.
Imperfecta y ambigua en ciertos conceptos, la ley resulta indispensable para contrarrestar la distorsión del clima de opinión y candidaturas infladas. Mientras escribo esto, viene a mi memoria aquella encuesta que incluyó, sin vergüenza alguna, al precandidato Miguel Uribe Turbay mientras permanecía en cuidados intensivos y pocas semanas después moriría.
Lejos de restringir ilegítimamente la circulación de información electoral, la ley opera en un entorno ya saturado: campañas activas, apariciones mediáticas, redes sociales, maquinaria publicitaria y plataformas digitales. Precisamente por su carácter técnico y científico, las encuestas exigen un rigor especial, pues se presentan como evidencia neutral capaz de influir en la percepción del votante, algo reconocido incluso por encuestadores de trayectoria. Contrario a lo que sostienen sus críticos, la ley no limita un oficio independiente, sino que lo somete a estándares más altos para proteger la transparencia y la autonomía intelectual del elector. Los mayores costos que suponen los ajustes metodológicos implican una reacomodación de ese mercado y la concientización de los clientes e interesados de que el valor democrático de las mediciones requiere mayor inversión, todo lo cual contribuye a la profesionalización del encuestador. La significativa reducción de encuestas públicas que vemos hoy no se debe a la ley, sino a la incapacidad del gremio para adaptarse a ella, y la supuesta “privatización” de la información desconoce la necesidad de protección del legislador al ciudadano votante, vulnerable ante una demoscopía sin controles.
De manera que no hay tal traumatismo institucional por la veda, salvo aquel que el mismo gremio de firmas encuestadoras decidió infligirse a sí mismo en una especie de autocensura. El debate público sigue su marcha con los medios a su disposición, las campañas han podido tomar decisiones y la ciudadanía continúa informándose; no obstante, existen instrumentos poco legítimos que contribuyen negativamente a la transparencia de los datos, pero que, sin embargo, con ley o sin ley de encuestas, siempre existirán.
La Corte decidirá sobre la constitucionalidad de la norma; de mantenerse, deberá reglamentarse para enmendar fallas. Ojalá el sector se arremangue, mejore sus modelos, asuma estándares de calidad y recupere el prestigio que exige su responsabilidad democrática en un país que necesita menos estridencia y más rigor.