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La tradición tiende a ser cada día menos estática. Entendida como la transmisión de generación en generación de usos, hábitos y creencias que conforman parte de la herencia cultural que construye una identidad, lo tradicional se ve influenciado por los cada vez más caudalosos flujos migratorios y por el mundo globalizado que mezcla raíces y costumbres.
En época de Navidad se hace muy evidente cómo lo tradicional y autóctono se va desdibujando entre lo tradicional foráneo. Las tradiciones propias terminan fusionadas, lo que seguramente enriquece las sociedades porque se amplía la cultura y crecen los mercados.
Recuerdo bien mi sorpresa al descubrir, apenas llegada a vivir a Roma, que la Novena de Aguinaldos, el rito más lindo de la temporada navideña, pertenecía casi que exclusivamente a nosotros los colombianos. Me parecería increíble que no se hiciese la novena en la sede del mundo católico, tan cerca de la cuna de San Francisco de Asís, quien por primera vez concibió el pesebre como representación de la historia del nacimiento del niño Jesús. Claro, no pretendía encontrar allí maracas y buñuelos, pero el pesebre solo se me quedaba corto.
Confieso que he entrado en una edad en la que comienzo a extrañar la pureza de lo tradicional. Intento mantener mis tradiciones en mis hijos extranjeros, esperando que el día de mañana hagan lo propio con los suyos. Por eso, como buena bogotana, rezo la novena de aguinaldos y me gusta la idea de hacerlo junto con la familia y allegados, tal y como me lo enseñaron mis padres y a ellos mis abuelos.
Mi infancia estuvo marcada por navidades llenas de eso que llaman espíritu navideño de frente a un pesebre. Mi abuelo paterno lo hacía en un espacio que ocupaba un cuarto entero y se dedicó a coleccionar figuras que guardaban proporción unas con otras. Mi madre, por su parte, a principios de diciembre organizaba el consabido paseo sabanero para recoger los tapetes de musgo que harían montañas y praderas y los quiches que servirían de paisaje. Era impensable imaginar que ese olor a tierra fresca y mojada, que es el olor de la vida misma, era un rasguño profundo al ecosistema. Con maracas, panderetas y unos pajaritos que al llenarse de agua trinaban al soplarse, nos alistábamos para el rezo. El honor de la lectura de la novena era del mayor de la familia, salvo los gozos, que se rotaban entre los chiquitos que sabían leer de corrido; había cierta formalidad y por eso no se valía trastabillar la lectura. Era entonces una forma de lucirse en ese menester, aunque en el fondo se recitaba ya de memoria. La seriedad se rompía por las risas socarronas entre hermanos y primos por la expresión “padre putativo”, a lo que le seguían las señas fingidas de los mayores que llamaban al orden. Volvía la algarabía con los cantos desentonados de villancicos clásicos, los de toda la vida, los tradicionales heredados de la madre Patria.
Como hoy, se terminaba comiendo lo que la tradición dicta: tamales, natilla y los buñuelos de siempre. ¿En qué momento permitimos que nos rellenaran el buñuelo? De ahí al bocadillo veleño cubierto de chocolate o una lechona al curry o tamales dulces hay poco.
La tradición de la novena, más allá de lo religioso, cobra sentido de frente a esa linda historia en torno a una familia unida por el amor al Niño que un día se entregaría a morir en una cruz por amor a todos. Como parte de nuestra tradición, esta época amplifica ausencias que pueden convertirse en sana y dulce añoranza si hacemos del rito una forma de mantener presentes a quienes se han ido, de nutrir nuestra existencia y de aprender del Nino Jesús la prudencia que hace verdaderos sabios.

Por Cristina Carrizosa Calle
