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La ofensiva que el Gobierno de los Estados Unidos ha emprendido en contra de la Universidad de Harvard debe preocupar, no solamente al mundo académico y a la sociedad estadounidense, sino a todas las democracias de occidente en un mundo en el que los extremismos se vienen propagando como virus entre las naciones.
Más allá de las represalias políticas encaminadas a fijar las reglas de admisiones, de diversidad o en contra del antisemitismo que denuncia, Trump intenta atacar el corazón mismo del proyecto ilustrado —históricamente protegido del poder político— y la idea de un conocimiento en capacidad de comprender la complejidad del mundo que, para el trumpismo, inicia y termina con la bandera estadounidense.
Al momento del nacimiento de los Estados Unidos de América, Harvard ya tenía 140 años de fundada. A partir del siglo XX, la historia de ese país no puede desligarse, para bien y para mal, de la institución académica más prestigiosa del mundo. Por sus aulas han pasado 161 premios Nobel y ocho presidentes de ese país; han nutrido Silicon Valley y también las corrientes progresistas que hoy definen buena parte de la cultura liberal occidental. Harvard habrá sido una burbuja de privilegio, una maquinaria de élites, pero sin duda ha representado los valores de la meritocracia liberal. Así, Harvard resulta ideal como blanco para el rediseño de una nueva idea de una sociedad circunscrita a la mentalidad de un autócrata. Harvard, además, representa para el trumpismo la élite intelectual que lo excluye, la credencial que no ostenta, la autoridad académica que lo corrige y el epicentro de una zona de los Estados Unidos que no lo vota.
No obstante la universidad respondió rápidamente con una demanda en la que se señala a la administración de Trump de incurrir en un ataque sin precedentes contra la autonomía universitaria y en una flagrante violación de la primea enmienda, es sorprendente la tímida respuesta de los campus y en general del activismo académico. Los resueltos movimientos estudiantiles en defensa de causas pacifistas e identitarias esta vez no han mostrado un rechazo contundente ante la puesta en riesgo de la autonomía, de la deliberación y de la libertad de pensamiento, todos valores que sustentan la existencia misma de la universidad; de hecho, la semana pasada se celebraron las graduaciones sin ruido distinto al normal. No es el prestigio elitista de un sello —muchas veces arrogante— lo que está en juego, sino todo lo que representa la universidad en las sociedades libres y plurales, en tiempos en los que la consigna precede al argumento populista y efectista. Parecería que ya hay miedo en la sociedad estadounidense.
Con Trump no se inaugura la persecución a la educación superior; la historia está llena de episodios en contra de las universidades. Lo que sí es particular, es el momento en que se da: en una entrevista de 2021, el entonces candidato al Senado J. D. Vance declaró ante la National Conservatism Conference lo siguiente: “Tenemos que atacar honesta y agresivamente a las universidades de este país”. (...) Para reconstruir la nación según los principios del nacionalismo cristiano blanco, las universidades deben ser destruidas. (...) Los profesores son el enemigo”.
