El pluralismo político, entendido no sólo como la diversidad ideológica en una sociedad, sino como la posibilidad de que cualquiera de sus líderes, de cualquier sector político, tenga acceso al poder, es lo que explica una democracia madura y vibrante en la que caben todos los idearios que son objeto de análisis y escrutinio de la gente en su capacidad de autodeterminar su propio rumbo. Se entiende a Dios porque existe el diablo; escogemos el negro porque lo diferenciamos del blanco y preferimos el dulce porque hemos probado lo amargo. Así en democracia: la izquierda se debe a la existencia de la derecha y viceversa; coexisten en un concubinato necesario.
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Democracias como las europeas han hecho de esas naciones sociedades más justas e igualitarias, en parte por la alternancia natural de esos idearios que los ciudadanos eligen a partir de las necesidades de los pueblos en un mundo en permanente cambio. De ahí, a mi juicio, la importancia de que la izquierda en Colombia hubiese podido emerger en un país permanentemente gobernado por las derechas y eternamente atormentado por los reclamos y reivindicaciones populares que la izquierda se muestra en disposición de atender.
Solo el hecho de que el presidente haya logrado poner en el debate público temas dormidos por siglos, ya ha sido algo. Pero no bastó, porque a un año de iniciarse la campaña electoral, el país se ve abocado semana tras semana al escándalo del momento, a la salida en falso de cada discurso, a la verborrea delirante que sistemáticamente señala, acusa y se victimiza, en medio de un poder ejecutivo incapaz de ejecutar.
La pobreza, la desigualdad y la discriminación debieron ser los ejes de un acuerdo nacional que hiciera frente a la visión reaccionaria de país y razones esenciales para el logro de un compromiso común. Esto no se logra sin una izquierda concentrada y enfocada en superar su propia trampa del miope sectarismo, activado en enunciados propagandísticos y en demagogia en contra de un supuesto monstruo opresor. Una izquierda que no vea el libre mercado como un dragón apabullante, sino como un aliado para que la dimensión social dentro de las políticas públicas sea el núcleo de la acción del bienestar general; es en ese punto en el que se encuentra más acuerdo que divergencias con las derechas.
Dos años bastaron para mostrar que la izquierda en Colombia no estaba en grado de gobernar y tal parece que cuatro serán suficientes para hundir cualquier posibilidad del Pacto Histórico en el 2026. Un pacto suicida que, hecho petrismo, parece determinado a enterrar a esa izquierda mientras le alcahuetea a su líder todos los vacíos de la grandeza; unas fuerzas desprovistas de liderazgos, arrunchadas en rancios manifiestos setenteros incapaces de acaudillar el cambio. Felipe González dijo alguna vez que “no hay liderazgo en quien es incapaz de hacerse cargo del estado de ánimo de la gente”. Pues bien, a Colombia no se le ve contenta ni viviendo sabroso.
Ojalá que el centro político esté en grado de entregar a alguien de los suyos la tarea de recoger los pedazos de desesperanza que han dejado la derecha atávica y una izquierda incapaz y anticuada que en Colombia se llama petrismo.