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Quienes nos dedicamos a observar y comentar la coyuntura nacional, debimos haber previsto —y advertido a gritos— lo que ya estaba cantado: en un país ad portas de una campaña electoral, con un gobierno debilitado por la ingobernabilidad, la corrupción y su incapacidad de acción y reacción ante la crisis del orden público; con el narcoterrorismo desbordado, los poderes del Estado enfrentados y un debate público iracundo, era inevitable que el terreno se volviera fértil para un magnicidio.
Mientras esperamos respuestas de la fiscal general de la Nación sobre los autores intelectuales del crimen, el país político y la ciudadanía han sabido hacer lo suyo. La Marcha del Silencio del pasado domingo no fue sólo una expresión de rechazo a la violencia política y de solidaridad con Miguel Uribe: fue una protesta clarísima al presidente Petro en un acto político en su forma más pura y elocuente, en el que la multitud era el pueblo que condenaba su retórica incendiaria y el perenne relato de su épica frustrada. El presidente debe saber que lo que le dijo el pueblo en forma diáfana y espontánea es que su tiempo de convocar mayorías se agotó, que el capital político que alguna vez tuvo se esfumó en redes sociales, en discursos sin ancla y en reformas mal concertadas y, claro está, que la responsabilidad política por el acribillamiento del precandidato es del presidente de la República, quien debe ser el garante de la vida, de la seguridad, de la libertad y de la unión entre todos los colombianos. La Marcha del Silencio, por su alcance, podría fácilmente ser una de las expresiones políticas más poderosas de los últimos tiempos en la que se señala a Gustavo Petro por sus mensajes violentos que precedieron al atentado.
Petro tiene aún una agonizante oportunidad para cerrar su gobierno con algo de legitimidad y dignidad. Debe ceder a sus ambiciones de cambio polarizante y concentrarse, el año que le queda, en gobernar con decoro en la búsqueda del orden público y en el que debería ser su más clamoroso objetivo: garantizar unas elecciones libres, transparentes y seguras y permitir una transición de gobierno serena. No es poca cosa: en un país donde disparar contra un candidato sigue siendo una posibilidad, asegurar la vida de quienes disputan el poder se convierte en el más importante deber moral de quien lo ejerce.
Petro debería comprender que en una guerra ideológica (como la que él nos ha declarado), si quien ostenta el poder se niega a aceptar la derrota frente a una parte significativa de la ciudadanía alzada en clara oposición, entonces ya no gobierna como un demócrata, sino como un autócrata.
El senador Miguel Uribe, distante para muchos en lo ideológico hasta hace apenas unos días, encarna hoy la voz libre de todos quienes le gritamos: “¡Fuerza, Miguel!”. Ha dejado de ser sólo un político para convertirse, simplemente, en un joven padre, esposo, hijo, nieto, hermano, amigo y compatriota. A la hora de entregar esta columna, el último comunicado de la Fundación Santa Fe informa que su estado de salud es grave. Solo nos queda esperar que el milagro ocurra: en la vida de Miguel, y en la de un país que agoniza entre la violencia y el desgobierno.
