Si algo debemos reconocerle al presidente Petro es que, a pesar de su enfoque radical y obstinado, ha puesto a Colombia a conversar sobre las deudas históricas de los gobiernos de uno de los países más desiguales del planeta y sobre las reformas que intentan concretar su modelo de país. Estas han sido ampliamente discutidas por todos los sectores y el gobierno logró recientemente la aprobación de la pensional, gracias a una jugada mañosa que mostró al primer Gobierno de izquierda como un veterano jugador de la politiquería.
Si algún sector refleja el drama de la desigualdad, es el de la educación; sin embargo, la reforma a la Ley Estatutaria de Educación se ha convertido en un tema de segunda. Aunque el aumento sostenido por décadas en el PGN para la educación ha logrado grandes avances en cobertura y en el mejoramiento de la infraestructura, la deficiencia en la calidad es compleja. Colombia está mal calificada en las pruebas Pisa, lo que nos pone en los últimos lugares entre los países de la OCDE y las pruebas Saber confirman las grandes brechas entre la educación pública y privada y entre zonas rurales y urbanas.
No hay discusión sobre la relación entre la educación y el desarrollo económico y la productividad de un país. Un estudio del Banco Mundial muestra que por cada año de escolarización, los ingresos por hora pueden aumentar un 9 %. Tampoco existe análisis capaz de controvertir la relación entre la calidad de la educación y los índices de pobreza y violencia. Además, la educación fortalece los principios democráticos, fomenta la innovación y sirve de motor para contrarrestar el cambio climático.
No se comprende, entonces, cómo el Gobierno de la paz, de la justicia social y del cuidado del planeta, no muestra vehemencia para afrontar las carencias de la educación inicial, la media y la superior, principalmente. Es urgente una gran conversación sobre el rezago dejado por la pandemia, la deserción escolar, la necesidad de currículos contextualizados en las regiones a partir de la autonomía escolar, los modelos educativos, la educación terciaria y posmedia, así como la crisis generalizada de la Universidad y su poca flexibilidad para cumplir con las expectativas de los jóvenes. Y claro, la necesidad de que el cuerpo docente tenga buenas condiciones laborales, pero también evaluaciones bajo criterios que contribuyan a su excelencia, incluido el del desempeño estudiantil.
La discusión se ha dado en pocos días, en tono tímido y sin pedagogía, dejándola al ruido de Fecode y sus propios intereses. El Gobierno parece decidido a que se hunda su propia reforma y la oposición construyó en sus pupitres una propuesta que no da respuesta a todos los frentes del sistema. ¿Dónde están la academia, la empresa privada, la sociedad civil y los medios de comunicación? ¿Hubo foros cartageneros sobre el tema? ¿Por qué se ha visto tanto ímpetu en las otras reformas y ninguno frente a la educativa? ¿Será porque no median intereses económicos directos?
Al momento de entregar esta columna, Fecode sigue gritando en la calle y el Congreso aplazó el debate. Las próximas generaciones recordarán nuestra desidia cuando sean ellas quienes tengan que enfrentar el atraso de una sociedad que no se preocupa por un país bien educado.