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Históricamente, la idea de una ética de lo público no ha sido estática: en la antigua Roma, los candidatos a cargos públicos se diferenciaban de los demás ciudadanos porque vestían túnicas blancas como símbolo de pureza e integridad. De allí la proveniencia de la palabra “candidato”, del latín candidus, cuyo significado es “blanco, radiante o puro”. Estas virtudes no eran el fruto de reflexiones filosóficas, como las planteadas por Aristóteles, o conductas por la legalidad del derecho romano, sino un código práctico de una conducta cívica que regulaba la vida política y social y que el servidor veía correspondida con su prestigio personal en sociedad.
Con Kant, la idea de la ley universal trasladó los principios del servicio público a actuaciones basadas en el deber moral y no en el interés personal; en el siglo XX, Max Weber estableció que el buen funcionario público no es el que sigue ciegamente una causa, ni el que se refugia en la moral privada, sino el que sabe que su deber es sostener el orden, proteger a la ciudadanía y actuar con responsabilidad, incluso cuando el costo personal sea elevado.
Esto, que parece más académico que práctico, en realidad ayuda a reflexionar sobre el estado actual de la política nacional. La renuncia de Ángela María Buitrago como ministra de Justicia no solo fue un golpe en la mesa al gobierno de Gustavo Petro por las presiones corruptas de las que fue víctima por parte de su colega Armando Benedetti y otros funcionarios; después de la carta a su jefe, la vimos emocionada motivando a sus subalternos a denunciar los actos de corrupción de los que ella fue testigo. No estamos acostumbrados a estas lecciones de ética: en la política esta suele llegar tarde o disfrazada de estrategia; se usa como herramienta retórica o como camuflaje y rara vez como límite. Entre tantas renuncias cínicas, calculadas, o por simple desgaste, esta tuvo la cualidad infrecuente de la defensa de la majestad del cargo y del cuidado de lo público en un Estado que ve socavada la confianza ciudadana en sus instituciones.
En ese marco, la renuncia es otra forma de servicio a la sociedad: es la manifestación de la irrevocabilidad de los principios y el rescate del lenguaje del límite; una renuncia que implica el desprendimiento de un cómodo título de la más alta burocracia, para posesionarse en el puesto más digno de una sociedad: el de honorable funcionaria y ciudadana.
Seguro ha despertado conciencia en muchos, mientras que tantos otros habrán cerrado filas en su contra para seguir arrunchados en el amplio y cómodo colchón del mutismo corrupto. Pero en un país en el que la ética de la cosa pública se diluye frente al poder, la exministra nos demostró que sí existen funcionarios para quienes gobernar no es obedecer.
No sé bien cuáles fueron los logros de Ángela María Buitrago en la cartera de justicia, pero sí sé, en cambio, que con su renuncia le prestó al país un servicio inigualable. De alguna manera nos recordó que lo peor de la corrupción es que nos corrompe a todos en tanto no seamos capaces de demandar honestidad y responsabilidad de parte de quienes nos gobiernan.
