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Como no sea para comprobar el movimiento, la teoría de la relatividad, nada significa para mí el paso de un año a otro. Si acaso, las cabañuelas.
Primeras alegorías del cosmos. De su frágil, primitivo habitante, asomándose a la luz.
Desde lo hondo de la caverna, a los sucesivos estados de la materia.
Mucho antes de descubrir el mundo, de leerlo más allá de la divinidad y la magia que pobló mi niñez de jornalero precoz y bautizó mis manos y las encalleció en el surco y la labranza, las cabañuelas eran la memoria atávica y colectiva de predecir en los primeros doce días de Enero el curso de cada uno y todos los meses del año.
De registrar, desde el alba hasta el ocaso, el comportamiento de cada uno de esos días. De escrutar en el cielo el paso de las estrellas y los astros por las noches, y de las nubes en su tránsito de este a oeste a las tres de la tarde. De observar la salida de la luna y si era nueva y delgada, pronosticar si vendría cargada de agua o no.
De saber con precisión de relojero cuándo y a qué horas del día o la noche llovería. Si en marzo abundarían las lluvias y en mayo, por el contrario, predominaría el tiempo seco que retrasaría la siembra y haría menos abundoso el pan coger.
Eran los tiempos en los que el mundo apenas si amanecía y oscurecía.
Ninguna noticia, por ruidosa que fuera, daba para alterar el rumbo de ese mundo recién descubierto. Mas allá de un muerto de muerte natural de vez en cuando, nada distinto se encargaba de desviar la atención de los pobladores de este que, con el correr desbocado de los tiempos, las cercas y los inventos, se fue volviendo arisco y ajeno.
Eran aquellos, tiempos en los cuales las cabañuelas se encargaban de todo: daban señales del más allá, del más acá, y de ambos a la vez.
Por el zumbido de los vientos y la dirección por la cual entraran y salieran sabían los mayores quien y que día de los próximos doce meses moriría, si sería hombre o mujer y si estaba atado a algún poder sobrenatural que le impidiera morirse sin necesidad de conjuros.
Hasta el resultado, bueno o malo, de los que alcanzábamos a ir a la escuela rural, dependía de los pronósticos de las cabañuelas. Si los tres primeros meses del año se anunciaban propicios para el surco y la labranza, apenas si alcanzábamos a deletrear los ríos y cordilleras, uno que otro héroe de una patria distante y ajena como la tierra que trabajábamos, y el nombre de algún conquistador o de un redentor de esclavos.
Las cabañuelas eran el suceso más significativo con el que se estrenaba el año nuevo. Más aun que la novedad del paso del cometa con cola de pavo real que por los mismos días, contaban los mayores, pasaba por los cielos extraviados de estos pagos para deshacerse, cinco leguas más atrás de los patios, en las ciénagas sin límites de otros cielos.
Mi abuelo, cuyos ojos redondos y azules penetraban con la misma y certera intensidad la luz más refulgente que la más oscura superficie, solía observar en el tercer día de enero y a una hora exacta de la mañana y de la tarde, el color de las hojas de los árboles que circundaban el patio para determinar si las aguas que demandaban sus cultivos sería la adecuada y necesaria para crecer y desarrollarse.
Nunca le fallaron sus predicciones. Ni las de sus vecinos aplicadas a sus saberes ancestrales.
Cuando en vísperas del solsticio de verano suelo mirar al cielo, observo las constelaciones que son visibles al ojo. K, la más próxima a cualquiera hora del día o de la noche, ya no fulge con la energía de su fuerza centrípeta.
Ahora su lumbre es tenue. Pronto se apagará en su universo paralelo.
Poeta
@CristoGarciaTap
