“Como en un ritual bárbaro, prepararon una inmensa pira en aquel basurero. Sobre una cama de piedras circular, apiñaron primero una capa de neumáticos y luego otra de leña. Ahí encima colocaron los cadáveres. Los rociaron de gasolina y diesel”.
Dicen las estadísticas públicas que estos pagos del estado de Guerrero, son de lo más pobre que hay en el tercero más pobre de los que conforman la nación mexicana. Y también, que ahí se concentra el 98% de la producción de amapola, cuyos derivados se destinan a satisfacer la creciente demanda de los lucrativos mercados de Estados Unidos y Europa.
Tampoco pasan por alto las estadísticas de México y las de organismos mundiales de probada solvencia en el tema, que Guerrero es el estado más violento de cuantos conforman el vasto territorio del “México lindo y querido”, tan lejano ya de esa significativa como entrañable emoción.
Y tan próximo al doloroso de México “narco” y herido, al que lo lleva a velocidad de crucero la acción intrépida de los carteles del narco y la omisión y alianzas siniestras de políticos, gobiernos, Policía y justicia, con sus jefes.
Con la masacre de 43 estudiantes de la Normal Rural de Ayotzinapa, urdida y ejecutada hace exactamente dos años por la alianza siniestra conformada por los poderosos carteles del narcotráfico, la corrupción política y la institucionalidad mexicana, no es que haya tocado fondo el problema de la capacidad de absoluto dominio y sometimiento que tiene el narcotráfico sobre la sociedad mexicana.
No.
Con ese acto de barbarie y de reafirmación de la impunidad, cuanto ha quedado demostrado y tocado fondo, es la insolvencia del Estado y su aparato judicial, militar y de policía, para combatir de manera radical el poder de disolución social, institucional y político que hoy tiene y representa el narco en la democracia mexicana.
La fragilidad y vulnerabilidad del Estado es cada vez más creciente; en cada pulso al que lo somete el narco acaba por doblegarlo e imponerle condiciones que devienen en su favorabilidad y fortalecimiento. En el caso de Iguala, el presidente municipal y la policía conformaban un cartel con asiento, poder, fuerza, armas, dinero y aparatos de control, bajo el dominio sin límites y al servicio del narco.
Dos años después de su “desaparecimiento”, los 43 jóvenes de la Normal Rural de Ayotzinapa siguen desaparecidos, incinerados; hechos carbón, ceniza, polvo.
Cadáveres que el Estado se niega a encontrar, porque ayudó a morirlos.
Y el basurero de Cocula, que sabe y huele a cadáveres calcinados, tampoco puede decir adonde encontrarlos porque los devoró sin piedad.
Y los testigos que testiguaron haber visto, oído y olido todo, ya no pueden hablar de tanto torturarlos.
Y el Ejército, como en la masacre paramilitar de Chengue, Montes de María, Colombia, que vio todo, tampoco en Cocula vio ni oyó nada. Ni percibió el olor a chamusquina de una pira que ardió hasta extinguirlos la siniestra noche de aquellos normalistas de Ayotzinapa que la avivaban con sus huesos campesinos.
Y todo, tan parecido a cuanto ha venido ocurriendo en Colombia con las bandas paramilitares surgidas de alianzas entre narcotraficantes, políticos, gobernantes, sectores de la fuerza pública y organismos judiciales.
En tiempo real, esta sucesión de masacres provocadas por la alianza macabra fraguada por el narco deja una lectura: Estado, territorio, poder y rentas, son cooptados por la mafia y puestos a su servicio para el macabro ejercicio de la barbarie y el despojo en sociedades proclives a la narcodemocracia.
Poeta
@CristoGarciaTap