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Desde niños fuimos pobres, me recuerdo. Vivíamos de las manos de mi padre y aprendimos su mismo oficio: el de jornaleros.
Éramos mi madre y seis hermanos. Jorge Efraín el mayor, que era blanco y de ojos verdes, no aprendió a leer. Apenas tuvo la fuerza necesaria, papá le enseñó a cortar el barbecho, sembrar el pan coger y disponer sus manos para el oficio.
Y aunque mi madre se afanara, ella sabía leer y escribir, no había tiempo ni modos para un lápiz y un cuaderno.
Mi hermano que era enamoradizo, en vez de esquelas utilizaba gestos, palabras, un guiño de ojos. Nunca tuvo el íntimo goce de escribir una carta de amor, pero tuvo el de los amores a corazón lleno sin los temores de las faltas de ortografía.
Si aprender los cristos, el abecedario, resultaba por aquellos tiempos una posibilidad improbable para los pobres que nacíamos, crecíamos y moríamos en las zonas rurales, pueblos y veredas de estas tierras anchas y ajenas, no menos azaroso resultaba procurarnos la comida, el pan nuestro de cada día, si cocinar y tragarse cualquier vitualla o batiburrio o carne de monte ocasional era alimentarse.
De alguna manera sobrevivíamos, unas veces al arrimo de la pequeña aparcería que nos permitía sembrar el pan coger, amansar nuestra hambre y aceptar un estado de vida que creíamos sobrenatural y, en situaciones límite, designio divino. Otras, vendiéndole a quien tenía un poco más que nosotros, una “cuarta de tierra” por decir, nuestra fuerza colectiva de trabajo, la del padre y la de los hijos que, aunque niños aun, ya habíamos aprendido las artes y destrezas del machete y sus múltiples aplicaciones y usos en la labranza redentora.
Por eso me da miedo el hambre, me asusta oír hablar del hambre en estos tiempos de abundancia de todo. Del hambre que, de bostezo en bostezo, merodea por las calles y parques de nuestras urbes con su legión de bocas de todas las edades y orígenes. Me asusta, como si viera redivivo y multiplicado por todos los pasadizos de la infancia el pavoroso fantasma que nos hacía temblar y llorar.
Y no es para menos, en Sucre, mi departamento, la “Seguridad alimentaria” representa el mayor riesgo colectivo de cuantos, entre controlables y no controlables, es susceptible de ocurrencia en un universo poblacional determinado, al situarse su “inseguridad alimentaria” en el 73,4 %, el más alto, incluso que La Guajira, a nivel nacional, y por tanto escenario sobre el cual hay que fijar prioridades a través de la implementación de políticas públicas de orden regional de producción agrícola, a corto y mediano plazo, para enfrentar la insuficiencia de alimentos que sobrevendrá como consecuencia de ese sombrío horizonte que hoy se cierne sobre nuestro departamento.
Por estar al corriente de la gravedad y catastróficas consecuencias humanas y sociales que esta calamidad trae consigo, al igual que de la gobernanza a aplicar, damos los sucreños por descontado que su próximo gobernador, Héctor Olimpo Espinosa, procurará, en las primeras de cambio, las soluciones estructurales que aquella demanda y su tratamiento con políticas insertas en el Plan de Desarrollo de Sucre, PDS, como garantía de su implementación y desarrollo.
El problema es de hambre. Y la solución, de la implementación de políticas públicas efectivas de producción agrícola, para las cuales Sucre es terreno abonado.
* Poeta.
