El Salado, Chengue, Pichilín

Sigue a El Espectador en Discover: los temas que te gustan, directo y al instante.
Cristo García Tapia
13 de febrero de 2020 - 05:00 a. m.
Resume e infórmame rápido

Escucha este artículo

Audio generado con IA de Google

0:00

/

0:00

Ahora suelo ir, antes ni siquiera sabía de su existencia, por esas tierras tristes, desoladas y dejadas de todas las manos, y es como si llegara a un lugar al cual uno va porque tiene un muerto enterrado ahí que le duele; a un amigo que recuerda y de vez en cuando siente la necesidad de hacerle saber que lo extraña, que echa de menos su voz, sus palabras, que le duelen sus penas y dolencias.

Alguien por quien preguntar, con quien conversar, aunque nunca hubiese tenido noticias de él, de sus vecinos, ni conocido, visto o siquiera saludado alguna vez, hasta el día que se enteró por los periódicos, la radio y la televisión, que era uno y sesenta y más, entre las decenas de degollados, tiroteados, estrangulados, apaleados, matados por los paramilitares en la cancha de futbol de El Salado, aquel fatídico 18 de febrero de 2000.

Dicen los que sobrevivieron a aquella matanza que de uno en uno han ido regresando a la tierra de toda su vida y de todas sus muertes, que los mataron al son fúnebre y doliente de sus gaitas y tambores, sus hermanas y hermanos mayores, para que también se les muriera el alma; para que al igual se les acabara la memoria y el sentimiento, la sal del origen, a los quedaron vivos rodando su existencia lastimera de pueblo en pueblo. 

Del mismo modo que la ceiba y el caracolí legendarios que vieron crecer con ellos, su ñame, su tabaco y su yuca inmemoriales, ellos son semilla rediviva que retoña, vuelve a florecer y a dar frutos; que se preserva viva aún en las más sofocantes candelas de marzo; en el fondo de las sepulturas a las que fueron a dar con sus mujeres y sus hijos masacrados; que lleva el viento y vuelve a traer para que germine en su patio, en sus arroyos, en su labranza eterna.

Y todos, los muertos matados de El Salado, de Chengue y Pichilín, de los Montes de María, de la Alta y la Baja Montaña, de Macayepos y de Colosó, nuestros muertos, aunque no los conociéramos ni supiéramos de su existencia hasta el día oscuro de su muerte. Y de todos los días de su calvario.

Veinte años después del macabro 18 de febrero de 2000, distinto de los vientos de muerte que se resisten a dejar en paz estas geografías de la desolación y la desesperanza, del miedo y el abandono, es más bien poco lo que han recibido y se les has reparado a sus sufrientes habitantes, los que han quedado vivos, víctimas irredentas de un poder invisible, criminal, despojador, y de un Estado, unas instituciones, una sociedad etéreas, lejanas, inalcanzables, insolidarias, igualmente invisibles e inmóviles. 

Sí, más allá de tan poco y de los perdones simbólicos e inanes, de la cooperación y ayuda humanitaria internacional, las víctimas siguen siendo estigmatizadas, discriminadas y siempre en riesgo por su condición de víctimas.

Ojalá la Comisión de la Verdad, cuyo silencio damos por descontado es inherente de la responsabilidad histórica que le compete con las víctimas, alcance a desvelar la trama de los Montes de María, sus ideólogos, responsables y beneficiarios, como su más significativo aporte a la reparación y no repetición de tan ignominioso periodo de nuestra historia regional.

Poeta
@CristoGarciaTap

Conoce más

Temas recomendados:

 

Sin comentarios aún. Suscríbete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta  política.